martes, 13 de enero de 2015

De Hestia a la televisión. Reflexiones en torno al imaginario televisivo




Por Blanca Solares
Artículo publicado en Acta Sociológica, no. 48, Centro de Estudios Sociológicos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), enero-abril, 2009, pp. 105-117, ISSN 0186 602008.



Resumen
En qué sentido la imagen mediática conforma el imaginario moderno o en qué sentido atenta contra él y lo instrumentaliza como “imaginario pasivo o sin imágenes”. Qué tipo de necesidades cubre la televisión. Cómo camufla las más viejas necesidades humanas, vinculadas con lo sagrado, y destruye toda posibilidad de resistencia.
Desde la Segunda Guerra Mundial el conjunto de los acontecimientos políticos y sociales está sujeto a su revisión “mediática”, es decir, a posibilidades insospechadas de manipulación, tanto de la imagen como del contenido de los mensajes que transmite, llamado urgente a una reflexión sobre el acto banal de “encender el televisor”.


“. . vienen a mirar, pero no para reverenciar lo sagrado.”[1]



La mayor parte de los instrumentos técnicos producidos por el hombre no sólo tienden a ser una prolongación de sus posibilidades corporales y en ese sentido a acrecentar su poder, sino al mismo tiempo a dotar a su “imaginario” de una importante fuente para sus valorizaciones. Algunos de estos medios técnicos suelen suscitar un vínculo con mitos y símbolos antiguos, Así, por ejemplo, el avión puede reavivar los mitos del vuelo mágico; el coche el símbolo del gato con botas que de un paso recorre siete leguas o la casa concebirse como una especie de prolongación del cálido nido donde fuimos concebidos, cuna, paraíso, infancia, etc. Las modernas técnicas de la imagen, específicamente la televisión y el impresionante cúmulo de productos audio-visuales y sus correspondientes conductos de visión (cine, video juegos, internet, etc.), para nada escapan a la mistificación sino que, antes bien, se han convertido en los últimos tiempos, en un auténtico fenómeno social tan familiar y banal a la vez que resultan inquietantes, precisamente, en lo relativo a la carga de “imaginario” que vehiculizan.

A lo largo y ancho del planeta, en los rincones más alejados del mundo, el fenómeno televisivo se reconoce hoy en principio como el espectáculo suministrado a través de un tragaluz que al iluminarse, al parecer mágicamente, suscita un movimiento de imágenes, generalmente en color, que reclaman para empezar la mirada atenta y fija de seres sentados e inmóviles de cara a ella.

En todos los hogares, la televisión se concibe, hoy en día, como un mueble estándar, sin demasiadas variaciones ni innovaciones técnicas a lo largo de su historia a la vez que dependiente de la electricidad como una fuente de energía obvia y barata. Dentro del espacio doméstico, la televisión suele colocarse en el “corazón” del hogar, vinculada a un ámbito de intimidad y reposo, a la vez, como sinónimo de ruptura con el trabajo y las obligaciones diarias. Espacio abierto “hacia fuera” en el sentido de un “lazo con el mundo”, se presenta también como la fuerza de una presencia y palabra distintas con respecto al medio familiar monótono convertido desde hace tiempo en la conocida propiedad privada de puertas cerradas y acceso exclusivo.

A decir de Jean-Jacques Wunenburger, comparativamente, con relación a la mitología griega, la televisión sería una especie de encarnación mezclada de Hestia, diosa del hogar, con Hermes, dios de los contactos, de la circulación y el intercambio.[2] Como Hestia, que obtuvo de Zeus la gracia de ser objeto de culto en todas las casas de los hombres y en los templos de cualesquiera divinidades, la televisión se convierte hoy en día en una especie de diosa moderna del hogar.[3] Como Hermes,[4] la televisión transmite los mensajes y comunica todo tipo de nuevas, incluso las más lejanas; noticias buenas como catástrofes auténticas dejando al espectador como tal, es decir, inerte y a la expectativa. En cualquier caso inmóvil y pasmado.

Por curioso que parezca, así como al interior de la comunidad arcaica, el lugar de consagración ocupaba un espacio central en el ámbito geográfico de la comunidad, así ocurre con la televisión en la casa doméstica, ocupa su lugar en el centro del hogar.

La televisión se asemeja en cada casa a una especie de objeto sustituto de “lo sagrado” moderno camuflado. Así como antaño en las comunidades primitivas, el aparecimiento de lo invisible se suscitaba en un espacio cerrado y oscuro propio para la concentración y el recogimiento, la imagen televisiva suele aparecer frecuentemente dentro de una habitación cerrada, con la luz tenue o apagada a fin de que lo invisible pueda aparecer. La pantalla colocada en un cuarto de la casa termina por hacerse central o bien, suele directamente colocársela encajada en lo alto de una pared, así en los consultorios, restaurantes, bancos, aeropuertos, salas de espera, en los autobuses, etc., asemejándose con frecuencia a un tipo de altar sobre el que la imagen de la divinidad desciende en el espesor de la cotidianidad profana, obligando a mirarla se quiera o no.

La antena de recepción asociada incluso desde hace tiempo a nuestro entorno cotidiano fija su marca de alguna manera recordándonos la antigua función mítica de un axis mundi o especie de pilar intermediario que vinculaba al cielo con la tierra, aquí, con el fin de captar esa especie de energía “sobrenatural” de la imagen.

Sea cual fuere el entorno y los mensajes visuales que difunde, el aparato televisor dicta pues un conjunto cuasi-ritual de actitudes y comportamientos uniformes a lo largo y ancho del planeta tierra. El mobiliario doméstico se dispone sobre todo con el fin práctico de favorecer la experiencia perceptiva del espectáculo televisivo, los espectadores se colocan orientando su atención hacia la fuerza luminosa, los horarios de reunión se establecen de acuerdo a la transmisión de un espectáculo programado generalmente a una hora fija (noticieros informativos, series, competencias deportivas), los silencios y los intercambios verbales dependen y están dictados por la imagen-sonido del transmisor, etc.

La energía que transporta la imagen, por lo demás, como sucede con el suministro doméstico de agua, luz o el teléfono, resulta difícil de explicar para el común de los mortales, nada más “lógico” pues que asociarla “con fuerzas invisibles”. De ahí que prender la televisión, para el espectador, no represente sino una especie de rito de iluminación de una “luz sagrada” a través de la cual el fiel logra comunicarse con su dios invisible. El ojo y la oreja se colocan luego en posición pasiva, en actitud de recepción y de recogimiento, como si se estuviera, en efecto, frente a la revelación de lo divino.

De manera que lo que podríamos entender en primera instancia como “imaginario” social aparece en la modernidad como “facultad” de hacerse de imágenes y mensajes aparentemente autónomos y neutrales pero, en realidad, tendientes a conformar fundamentalmente un conjunto coherente de significados pasivos, habituales y cerrados sobre sí mismos a base de su repetición insistente y monótona. Por intermedio de las técnicas audiovisuales, las antípodas propias de la vida se convierten en un horizonte aparente, o mejor, “trans-aparente” y la imagen mental de las lejanías suscitadas por la curvatura natural del globo se sustituyen por la imaginería instrumental del “principio de expansión generalizada de la información”; porque, hay que estar informado. La televisión, además, no va sin publicidad y no hay publicidad que aparte del consumo de nada (drogas, alcoholismo, vicios y todo tipo de mercancías). En este sentido, para H. Védrine, la imaginación determina una actitud pasiva del hombre respecto de la realidad, alude a “un mundo de creencias, ideas, mitos, ideologías, en las cuales se baña cada individuo y cada civilización”.[5] O, en el mismo sentido, en el ámbito de las ciencias sociales, el “imaginario” no sólo no se acepta como un objeto de investigación serio sino, se le concibe también de manera negativa, como ideología, potencia pasiva o mundo de imágenes inertes de ninguna manera dotadas de una existencia verificable. Así, para Le Goff, por ejemplo, el imaginario no es ni una representación de la realidad exterior, ni una representación simbólica, ni una ideología. “El ámbito de lo imaginario está constituido por el conjunto de representaciones que desbordan el límite planteado por las constantes de la experiencia y los encadenamientos deductivos que éstas autorizan”.[6]

Al margen de introducirnos, por ahora, en la comprensión de las teorías del imaginario, vastas y complejas, considero pertinente concentrarme aquí en un intento de observar el conjunto de conductas que la televisión induce a fin de intentar caracterizar alguno de los rasgos del tipo de imaginario que vehiculiza. Pues si es propio del hombre la interpretación del mundo y si ésta no es sólo racional sino que implica la activación de la psique, es en este dotar a la existencia de sentido donde predomina de manera decisiva la imagen, que en la vida del individuo (como lo muestra la antropología y la historia de las religiones puede tomar dos direcciones opuestas): o bien se trata, en una primera dirección, de orientarse por la vía de una racionalidad abstracta que invierte la corriente espontánea de las imágenes y las depura de toda carga simbólica, tal y como es el caso del mundo moderno; o bien, en una segunda dirección inactual y obsoleta para la modernidad, de lo que se trata es de dejarse entrenar por esas imágenes, “deformarlas”, enriquecerlas o alterarlas en la dirección de una experiencia poética que alcanza su plenitud, a decir de Gaston Bachelard, en el “soñar despierto”, el imaginario es activación de la “imaginación creadora” o “facultad de sobrehumanidad”,[7]  sueño poético o actividad polisémica fundamental para la vida y la salud de los hombres. La imagen es para Bachelard, creatividad onírica referida a una poética del mundo, de manera que en ese sentido, agrega, percibir e imaginar, recordar e imaginar son procesos tan antitéticos como ausencia y presencia. (1989:12)

Así pues, a través de la participación visual en el conjunto de las imágenes que irrumpen a través de la televisión y la pantalla en general, más allá de una pulsión lúdica, de diversión o necesidad de estar bien informado, el hombre satisface otro tipo de necesidades mucho más profundas de lo que racionalmente estaría dispuesto a aceptar, al mismo tiempo que, por esta misma vía, empobrece peligrosamente su imaginario, en el sentido de que estructura su captación del mundo a través del “imaginario cerrado” promovido por la moderna “industrialización del simulacro”. ¿Qué necesidades, sin embargo, subyacen al acto de encender el televisor?

De manera esquemática, en lo que sigue, sugerimos al menos las siguientes: el reavivamiento y la conformación de un lazo comunitario en ausencia de relaciones humanas fundadas sobre el escucharse uno al otro sin prisas y de cara a cara; el contacto con lo invisible que orientaba en las sociedades premodernas la comprensión de la realidad; la transgresión como necesidad del individuo de afirmarse y abrir sus ojos a un nuevo tipo de visión interior, sobre sí mismo, fundamental para su relación con el otro.

a. La conformación de un lazo comunitario degradado
La reunión en torno al televisor de cuerpos inmóviles y callados, de manera semejante al acto de comunión en la misa católica, llama a los espectadores a participar en la experiencia de recepción común de un programa. La alegría y el placer primitivos derivados de un tipo de comportamiento social orientado al fortalecimiento de los lazos de afecto y simpatía que reunían a los hombres en torno del ritual en las comunidades arcaicas, se sustituye aquí con el acto de mirar el televisor.

Pero el desarrollo técnico de la televisión tiene además el mérito de lograr “animar” la imagen al grado de hacer de ella, efectivamente, una especie de “imagen viviente”; dotada de poderes invisibles tanto como de una fuerza y presencia incomparables a la de la fotografía fija o a la de la estatua presente o efigie de un dios propia todavía, por ejemplo, de las religiones antiguas.

La imagen electrificada hace pasar de la subjetividad de la “creencia” a la objetividad de la demostración. Aquí, no se está más en la necesidad de creer en la presencia de aquello que está más allá de la representación, la representación es ella misma el simulacro de la presencia. Esta objetivación de la consistencia de la “imagen viva” explica luego la pasividad crónica del espectador fiel, frente a una realidad con respecto a la cual ni hay nada que hacer ni puede intervenirse. La concepción reductiva del mundo como “Gran Objeto” denunciada por Maurice Merleu-Ponty, en 1959, como una ilusión óptica en la fe perceptiva cobra aquí realidad indiscutible:

Cuando aprenda a valorarlo, la ciencia reintroducirá poco a poco lo que en principio descartó como subjetivo. Pero lo integrará como caso particular de las relaciones y los objetos que para ella definen el mundo. El mundo se cerrará entonces sobre sí mismo y salvo por lo que en nosotros piensa y hace la ciencia, por ese espectador imparcial que nos habita, nos convertiremos en parte o momento del Gran Objeto.[8] 

Liberada pues para siempre de su vínculo con un concepto (pensamiento) claro y transparente, como tendría que ser en el caso del “signo lingüístico” de F. de Saussure (en última instancia apelación a una comunidad de comunicación ilustrada, capaz de llegar a significados consensuados, discutidos, compartidos, acordados, en tanto horizonte utópico y reflexivo, reactualizado, en la Teoría de la Acción Comunicativa, la televisión opera como fuerza pura de mostración infinita de imágenes en movimiento perpetuo en la pantalla cerrándose en ellas mismas; haciéndose impenetrables con respecto a su significado fijo, a la vez que integrando al espectador en su “objetividad” mediática.

La imagen televisiva hace que el trasmundo en primera instancia invisible directamente al espectador de sin embargo la impresión contraria. La presentación de lo que la imagen muestra en la T. V. es proclamada por ella y asumida por el espectador como “la realidad” y, por lo tanto, también, “verdadera”, sumiendo al individuo en el devenir de lo que se difunde. Una catástrofe ha ocurrido porque se ha visto en la televisión, una guerra se ha desencadenado porque así lo informan los noticieros. Si la realidad es lo que la pantalla difunde, lo mostrado es, al mismo tiempo, la “verdad”.


La imagen televisiva no es aquí un médium para vincularnos con el secreto del misterio último, como la representación de los dioses en el caso de las comunidades premodernas o los íconos de la Edad Media. La realidad es lo que la imagen cristalizada muestra. No hay nada que pensar, ni nada que intuir. La imagen televisiva aparece como la mostración auténtica de la realidad; como el poder totalitario mismo de la imposición de secuencias de imágenes perpetuas e infinitas reduciendo lo real exclusivamente a lo que ellas difunden.

b. La afirmación del individuo (alienado) y el camuflaje de su relación con lo invisible
Así pues, la aparición de la “imagen sagrada” en la televisión no reclama la reflexión interior del creyente receptivo con el fin de suscitar una imaginación “abierta a la otredad” y la inconmensurabilidad de su misterio. La pantalla se “anima” y se explica a ella misma sin esfuerzo. Es ésta la razón por la cual, la imagen televisiva provoca una suerte de fascinación en todo aquel que asiste al despliegue de sus series pre-programadas hasta un punto tal que logra hacer de quien la mira un ser inerte o insensible al contenido mismo de las imágenes que trasmite dado que en última instancia los distintos programas e incluso canales son todos semejantes al mismo poder “invisible” que los hace parecer.

El espectador fascinado se coloca frente al aparato como si se colocara frente a la cara del poder absoluto. Mientras la función de la imagen religiosa, en las sociedades antiguas, era poner en contacto con el dios ausente, conectar al creyente con lo invisible, la televisión se presenta a sí misma como la auto-manifestación última del poder (trascendente) de transmisión de imágenes.

De manera que, a través de este proceso, el fenómeno ritual-televisivo además de espectáculo, incide en una verdadera mutación del fenómeno religioso, que transformado en el camuflaje de la relación con lo invisible, por medio de la transmisión de las imágenes, despierta en el individuo pasivo con el mando de canales en la mano, un poder cuasi-sobrenatural sobre el orden de las cosas.

Efectivamente, la imaginería audiovisual al moverse a la manera de un multiplicador fantástico de la estereoscopia,[9] pareciera superar nuestra propia finitud ontológica, a la vez que elimina al perceptor activo. Es en ese sentido que la televisión en directo produce la fascinación en los espectadores, posible a través de una sofisticada tecnología de captación de la imagen que hace posible que el ojo y las emociones se enlacen directamente con eventos políticos, económicos o deportivos lejanos, con la enorme ventaja de que sin tener que desplazarse, sin tener que correr ningún tipo de riesgo inmediato, es posible volverse contemporáneo o testigo inerte de cualquier suceso importante socialmente.

La imagen televisiva permite así no sólo una suerte de expansión del individualismo del “arréglese cada uno como pueda” sino que fomenta a la vez el acceso ilusorio a una suerte de control de la realidad a través de su captación panorámica, sinóptica e íntegramente bien informada, que para el hombre religioso era efectivamente el privilegio imaginario de los dioses que, se creía tenían el poder de verlo todo y estar en todas partes. El telespectador, que en el lapso de la información periodística, es llevado a través de los continentes y confrontado con los dramas y alegrías del mundo, logra no sólo una suerte de omnipresencia vana, sino la impresión de saberlo todo, de estar al tanto de todo y, por supuesto, de avanzar progresivamente en el supuesto conocimiento absoluto del mundo y de los hombres, por lo menos.

A través de la reunión preseleccionada de imágenes de todo el mundo y su desfile monótono y repetitivo en la pantalla, el telespectador se cree, fantasmáticamente, que puede controlar la realidad mundo.

La imagen comercializada, además, surge luego como una suerte de guía fantástica para la liberación del cuerpo vivido como prisión (física y mental) y proyecta al sujeto hacia la esfera de la trascendencia (corporal, temporal, natural) supuestamente dotándolo de una visión global y controlada del universo, que como bien lo atestigua la misma ciencia marcha hacia su colapso.[10] De manera cercana a las experiencias a base de drogas y alucinógenos, el fenómeno televisivo termina por asemejarse a un tipo de viaje más allá de las fronteras de la vida finita, encerrando al individuo aislado en un mundo alienante dentro del cual se mueve en “soledad múltiple” (como afirma Paul Virilio) y sin posibilidad de escapar.

Catástrofes, accidentes, muertes, injusticias, la televisión, por su parte, introyecta en el espectador el miedo al mismo tiempo que lo inmuniza frente al riesgo y la violencia consustancial al mundo moderno, acrecentando así su ansiedad de imágenes nuevas y más agudamente violentas. Señala P. Virilio, la televisión después de haber creado la violencia, la atisba notificando.[11]

c. Trasgresión sin retorno
Pero, el imaginario religioso que la televisión camufla, crea incluso la ilusión en sus adeptos de introducirse en mundos “prohibidos” a través de los cuales no hace sino aumentar el poder alienante del Yo. El espacio televisivo se transforma en un ámbito en donde, al abrigo del mundo, el sujeto enajenado escapa a todos los límites corporales establecidos, creyendo elevarse o transgredir la realidad hasta el nivel de los seres de la Star Academy, conocido programa francés de jóvenes esbeltos y despreocupados, concentrados en un solo propósito, el triunfo.

El tiempo de contacto con la imagen televisiva constituye un lapso capaz de arrastrar con la pesantez de los contrarios constitutivos de la vida cotidiana (y que nos obligan a tomar decisiones y tener que optar) para convertirse en interiorización de emociones, alegrías y penas de las “estrellas”, libertinaje y excitación degradada. Si además se asocia la belleza con el crimen, como es propio de la industria cinematográfica y los videojuegos, se construye un callejón sin salida, estimulando el deseo de acabar con todo y destruirse incluso a uno mismo. Un reciente reportaje sobre el efecto de los videojuegos en niños y jóvenes en Japón revelaba que habituados a ver la pantalla, la mente de los chicos queda atrofiada por saturación; una vez que han llegado a ese punto, interrumpen toda su vida cotidiana (comer, jugar, hacer deporte). No presentaban ninguna incapacidad física, pero su mente ha sufrido una lesión; sus padres los tratan como enfermos y los abandonan al televisor como pacientes de un viaje sin retorno.

La experiencia visual, compartida frecuentemente con otras personas en soledad múltiple, provee a todos de una suerte de experiencia homogénea y virtual corroborada por el comentario periodístico que alimenta los intercambios sociales no solo durante el tiempo de trabajo sino de diversión y encuentro familiar, donde se afirma el punto de vista trivial y estereotipado sobre las cosas y las relaciones humanas.

Conclusión
A partir de los pocos elementos hasta aquí expuestos resulta sin embargo posible observar que la televisión reorienta el inevitable resurgimiento de conductas humanas extremadamente arcaicas -relacionadas con el imaginario de lo sagrado, resguardado por miles de años en la comunidades antiguas como iniciación en el misterio- pero camufladas respecto de su sentido básico (las relaciones con lo invisible, la necesidad de afirmar la solidaridad entre los hombres, el desarrollo de un individuo interiormente libre), fundamental para el cultivo de una vida social abierta, tolerante y capaz de enfrentarse con responsabilidad a los retos del presente siglo.

La televisión como uno de los más fascinantes mediadores y mediatizadores del imaginario moderno, organiza también la experiencia de los hombres alrededor de las manifestaciones de “seres invisibles”, o mejor, de intereses económicos desconocidos por el espectador, actualizando ritos degradados, reglamentados e inscritos en los ciclos vitales localizados en los espacios protegidos de la intimidad del hogar. Como en el proceso religioso, el fenómeno televisivo asegura un doble vínculo, el de los hombres con los dioses – o los poderes económicos invisibles - y el de los hombres entre ellos mismos, pero aquí pervertidos y, ciertamente, al margen de ellos.

Fuerza de proyección y identificación de roles, la imagen procura al Yo de una socialidad que supuestamente lo hace contemporáneo de todos los seres múltiples que animan la pantalla, pero que en realidad difunden un solo punto de vista. Como dice el director de cine Dziga Vertov, “Yo soy la máquina que les muestra el mundo tal y como únicamente yo lo veo, el hombre de la cámara”. O como agrega también el documentalista Francois Reichenbach, “desde el momento en que tuve una cámara, ya no experimenté ningún interés por estar con la gente, por vivir entre ellos, sin filmarlos ...”[12]

El milagro del cine industrial y la televisión, agrega P. Virilio, consiste en reproducir la ruptura primordial de la comunicación. Interrupción del fluido de la comunicación y del poder evocativo de las palabras en tanto capacidad de nombrar, ahora definitivamente perdida.

El vínculo empático con el mundo de la representación se prolonga él mismo en un tipo de relaciones sociales fundadas en el poder del olvido: en la industrialización del olvido eficazmente forjada por la pantalla.

Al final, la televisión se impone como el referente común de una sociedad, que pese a la multiplicidad de programas que pueda transmitir, difunde en definitiva la única y trillada vulgata relativa a la del “héroe” exitoso, joven, pulcro, sin ataduras y el conjunto de sus conquistas que muestran al común de los infelices mortales, el camino del consumo a seguir por encima de toda consideración ética o responsable frente a una comunidad ausente, de la que claramente no se puede sentir parte.

El psiquismo del telespectador se reduce a una experiencia participativa alienante a través de la cual la imagen mediática impone un significado fijo, cerrado o sin imágenes, sustituyendo tanto a lo real como a lo irreal en una imagen cristalizada. De lo que se trata ahora es simplemente de ver (la transmisión en vivo, el evento mundial, la serie, los noticieros), de no perder de vista la pantalla, renunciado a la dignidad humana y la autoestima.

En este sentido el guión del filme Almas Malditas, que se desarrolla en torno a un drama ficticio muestra, sin embargo, de manera inquietante el fenómeno televisivo al que hemos aludido. La historia se articula con base en la existencia de una leyenda bíblica, según la cual a la crucifixión de Cristo, al principio de nuestra era, asistieron no sólo los creyentes sino ciertos espectadores con la intención no de reverenciar a Jesucristo sino simplemente “por ver”, impulsados por la misma actitud mórbida con la que se enciende el televisor día con día. Por su acción impulsiva, estas almas fueron condenadas a ver, inertes, todos los accidentes dramáticos de la existencia para toda la eternidad, efectivamente, sin poder modificar el curso del desastre.

Así, el que pasa cerca de un accidente y se desvía de su camino no con la intención de ayudar sino “para ver” reproduce, en el fondo, la misma actitud mórbida de esas “almas malditas”, condenadas para la eternidad a ver inertes la proximidad de la catástrofe, la misma actitud con la que el espectador enciende el aparato trasmisor, para ver y confirmar su placer de seguir aún indemne e intocable en su soledad múltiple, mientras el mundo se precipita inevitablemente a su fin.



BIBLIOGRAFÍA

Paul Virilio, El arte del motor. Aceleración y realidad virtual, Ediciones Manantial, Buenos Aires, Argentina, 1996
Wunenburger, J. J., L´homme a l´âge de la télévision, PUF, 2001
FILMOGRAFIA
Brian Gilbert, The Gathering (Almas Malditas), 2005                        



NOTAS

[1] Frase del Film, Almas Malditas, de Brian Gilbert.
[2] Ver, J. J. Wunenburger, L´homme à la âge de la televition, PUF, 2001.
[3] Hestia, la primera hija de Cronos y Rea, hermana de Zeus y Hera, aunque fue cortejada por Apolo y Poseidón, obtuvo de Zeus la gracia de guardar eternamente su virginidad y ser venerada en todos los hogares. Ver, Pierre Grimal, Diccionario de mitología griega y romana, Paidós, Barcelona, 1981.
[4] Encargado por Zeus de transmitir el mensaje de los dioses a los hombres particularmente del propio Zeus y de los dioses infernales, Hades y Perséfone, Ver, id.
[5] H. Vedrine, Les grandes conceptions de l´imaginaire, Le livre de poche, 1990, p. 10.
[6] É. Patlagan, L´histoire de l´imaginaire, en J. Le Goff (dir.) La nouvelle histoire, Ed. Retz, 1978, p. 249-269.
[7] Para Gaston Bachelard, la imaginación se define en primera instancia como imaginación creadora o poética, como facultad de librarnos de la impresión inmediata suscitada por la realidad a fin de penetrar en su sentido profundo. Pero también puede hablarse de una imaginación que ha perdido su principio imaginario, es decir, de un “imaginario sin imágenes”, alegórico, reproductor del mismo patrón de significados inertes. Ver, Bachelard, El aire y los sueños, FCE, 5ª. Reimpresión, 1989 y El agua y los sueños, FCE, 1ª. Edición 1978.
[8] Maurice Merleau-Ponty, Le Visible et l´Invisible, Paris, Gallimard, 1959, p. 31 (Lo visible y lo invisible, Seix Barral, Barcelona, 1970).
[9] Estereoscopia: separación entre los ojos de un mismo individuo que crea el relieve de la imagen; ligero desfase espacio-temporal de la movilidad ocular.
[10] Según investigaciones del reconocido científico James Lovelock sobre el calentamiento de la atmósfera, el siglo XXI será testigo de los efectos causados por el enorme desastre ambiental. El deterioro del planeta ha ido demasiado rápido y se acerca a un momento crítico. Antes del 2050, los polos se habrán descongelado y el deshielo de los glaciares, que quizá tarde un poco más (pero definitivamente no más de este siglo), provocará inundaciones masivas, lo que significará migraciones, guerras por el espacio y sangre. Ver del autor, Homenaje a Gaia, Laetoli, España, 2006.
[11] P. Virilio, El arte del motor. Aceleración y realidad virtual, Manantial, Argentina, 19996, p. 21.
[12] id. , p. 19.




3 comentarios:

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  2. A la Autora:

    Me recordó un libro que trabaje en mis años de prepa (que seguro conoce) publicado en 1997 por el conocido cientista político Giovanni Sartori, autor de importantes obras que constituyen clásicos en su especialidad, tal es el caso de su obra: "Homo Videns: El Hombre Teledirigido", considero que es un libro que cumple con el papel de alertar, de llamar la atención a todas aquellas personas involucradas en procesos educativos, tanto a nivel familiar como institucional respecto de la influencia de la televisión en el plano individual, político y cultural. La tesis central de Sartori, en su texto es que la televisión y el vídeo (imagen) modifican radicalmente y empobrecen el aparato cognoscitivo del “homo sapiens”, a tal punto que anula su pensamiento y lo hace incapaz de articular ideas claras y diferentes, hasta llegar a fabricar lo que él denomina un “proletariado intelectual”, sin ninguna consistencia. La cultura audiovisual es inculta y por lo tanto, no es cultura, afirma Sartori. Del “homo sapiens”, producto de la cultura escrita, se ha pasado al “homo videns”, producto de la imagen, es un libro interesante...

    ...es más, el autor afirma que la televisión en la época actual no sería solo un instrumento, sino que es una “paideia”, un medio que genera un nuevo “ántropos”, esto es, un nuevo tipo de ser humano. Nos parece tan radical esta afirmación, porque equivale a imaginarnos que el hombre está expuesto a un sólo tipo de influencia (la televisión) en el mundo moderno, dejando de lado otros factores de socialización... en fin... es un tema amplio y muy diverso.

    Saludos y felicitaciones.

    Mtro. R. Arán.-

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