viernes, 6 de abril de 2018

Apuntes sobre el surgimiento de la arqueología en México



La duda es enemiga de la fe. 
El nombre de la rosa.


Víctor Manuel Ovalle Hernández
 






  


Figura 1. Tetzcutzinco, Estado de México. José Alfredo Hernández Salgado.
  
El presente artículo expone las principales posiciones en torno a los inicios de la arqueología mexicana. Se plantea la existencia de dos tradiciones arqueológicas: una basada en los esfuerzos personales de investigadores con formación intelectual diversa y otra más reciente, institucionalizada, con fuerte sustento en la técnica. Se reflexiona sobre el papel de la tradición en la preservación del conocimiento, y el de la ciencia que duda de los saberes existentes y explora diversas posibilidades explicativas. Por último, se analizan las condiciones históricas que hicieron posible la aparición de la arqueología en nuestro país. 

Publicado originalmente en Arqueología, no. 33, Revista del Instituto Nacional de Antropología e Historia, Segunda época, mayo-agosto de 2004, pp. 72-90.


¿Cuándo surgió la arqueología en México? Ubicar los orígenes de nuestra disciplina trasciende el interés intelectual. Se enmarca en la necesidad de comprender lo que hemos sido y lo que podemos llegar a ser como disciplina profesional y diferenciada. Es la manera de visualizar objetivos epistemológicos sólidos, que puedan ser dirigidos consistentemente. De esta forma, podemos llegar a comprender nuestra identidad como arqueólogos y lo que nos hace afines y diferentes a otros especialistas. 
En el año 1990, la dirección del INAH conmemoró los 200 años de la arqueología mexicana. No obstante, subsisten en el ámbito arqueológico diversas posturas en torno a los orígenes de esta disciplina. El objetivo de este trabajo es revisar lo que se ha pensado sobre el tema y contribuir a precisar el esquema de desarrollo histórico de la arqueología mexicana.
La posición predominante acerca de los inicios de la arqueología en México es la que relaciona su surgimiento con la adopción de métodos y técnicas propios de las ciencias naturales.
Aquí encontramos a Eduardo Noguera (1975:39-43), quien consideraba que la arqueología verdaderamente científica se inició en México en 1910, con la fundación de la Escuela Internacional de Arqueología y Etnología Americanas (EIAEA), en la que se llevaron a cabo “investigaciones que se consideran fundamentales para la arqueología mexicana”. Señaló que estas primeras investigaciones dieron origen a la arqueología moderna, de la que él fue un notable partícipe. Para el desaparecido arqueólogo, la utilización de métodos y técnicas adecuados, fue la condición necesaria para el surgimiento de esta arqueología.
Jaime Litvak (2000:17,25) relacionó la adopción del método científico con la constitución formal de la arqueología. Aunque reconoció en ella varios orígenes, uno de ellos localizado desde el siglo XVIII, “en la perenne lucha entre ciencia y religión, cuando ambas se negaban mutuamente”. Pensaba que la definición general de la arqueología se logra en el siglo XIX, cuando se acepta que era una forma de estudiar el pasado, pero, que a diferencia de la historia, no se apoyaba en el registro escrito de los hechos, sino en los objetos de cultura material, las cosas que quedaban de la antigüedad:
La arqueología mexicana comenzó con algunos visos de sistemática desde el siglo XVIII. Hubo desde luego, atracción por el pasado indígena desde la conquista europea en el siglo XVI, pero no fue sino hasta el siglo de las luces cuando se pudo intentar como una actividad puramente científica e investigativa. Varios exploradores interesados, entre los que se contaban las mentes más brillantes del país, visitaron zonas arqueológicas y describieron piezas de las culturas indígenas, con un espíritu de anticuarios parecido al que se desarrollaba en Europa en la misma época (Litvak 2000:144).
De esta manera, al adoptar la sistematización propia del método científico, el sustento metodológico se adquiere en las ciencias naturales y su base teórica en el enfoque evolutivo.
Leticia González (2001:48-49) comparte esta posición; argumenta que la arqueología se concentraba en la exploración, restauración y estudio de las grandes zonas monumentales, pero sin tratarse aun de una disciplina científica. Esta llegó al introducir métodos y técnicas de obtención del material arqueológico y análisis de datos muy rigurosos. Además de la obligación de trabajar con especialistas tales como edafólogos, geólogos, geomorfólogos, palinólogos, paleozoólogos. El estímulo intelectual fue generado por los prehistoriadotes Don Pablo Martínez del Río con Los orígenes americanos (1936) y la tenacidad de José Luis Lorenzo, quien se empeñó en obtener la infraestructura necesaria para realizar los estudios sobre la antigüedad del hombre en México.
En una posición extrema se ubica Manuel Gándara, quien en su tesis de Maestría, publicada en forma de libro años más tarde (1992), señala que la arqueología nacional no ha adquirido aun el carácter de ciencia:
El resultado fue lo que hemos llamado “conglomerado de protoparadigmas de la arqueología tradicional”, en que conviven intentos dispares, abortivos, de varios paradigmas que quedaron incompletos, y que crecían aglutinándose en su retórica, sin reconocer su divergencia ni su estado crítico (Gándara 1992:34).
El autor se embarca en una reflexión crítica de la institucionalidad arqueológica, de la que concluye que se debe contar con métodos y fines comunes que hagan posible la unidad entre teoría y práctica en la arqueología:
Para cumplir la esperanza de la disciplina de convertirse en ciencia, no vemos otra alternativa que la adopción explícita del método científico; esto significa una reorientación de la investigación hacia problemas explicativos, no sólo de dicho sino de hecho (Gándara 1992:64).
Aporta el arqueólogo una obra de gran talento y agudeza teórica difícil de superar.
Por su parte, Ignacio Bernal (1979), profundo conocedor de la tradición histórico-arqueológica, delimitó la frontera del trabajo propiamente arqueológico: la utilización del método estratigráfico, que en el norte de Europa se venía desarrollando desde la década de 1840 (ver detalles en Trigger, 1992:cap. 3) y llega a México hasta la segunda década del siglo XX, introducido por Franz Boas, en ese entonces director de la Escuela Internacional de Arqueología y Etnología Americanas, quien encomendó a Manuel Gamio llevar a cabo investigaciones para determinar la primera sucesión cultural que se registra en San Miguel Amantla, municipio de Azcapotzalco en 1913. (Gamio  1986:35).
Este punto de vista lo compartió Joaquín García-Barcena (s/f:7,10,12), quien pensaba que sólo a partir de 1910 empieza a ser importante el influjo de las ciencias naturales en la arqueología de México, cuando se adopta la excavación estratigráfica. Planteó, asimismo, que nuestra arqueología comienza a diferenciarse en las primeras décadas del siglo XIX, a partir de antecedentes que pueden trazarse desde el siglo XVI.
De ser cierto que la adopción del método científico o la estratigrafía definen a la arqueología -como plantearon los anteriores autores-, tendríamos que aceptar que esta disciplina es solamente una técnica (o un método).
Puede convenirse, en dado caso, que el método impacta una época de la arqueología: la más reciente, en la que el desarrollo tecnológico potencia la investigación en forma antes inimaginable, pero que no puede definir a la arqueología en su totalidad, la cual se edifica a partir de la necesidad de conocer quiénes fueron los pueblos que nos antecedieron. Por otro lado, el método científico no es propio de alguna ciencia en particular, proviene de las ciencias de la naturaleza; y la estratigrafía se desarrolla inicialmente en la geología y actualmente es compartida por la paleontología y la arqueología, por lo que si alguna disciplina  definiera, sería a la primera.
Desde mi punto de vista, la arqueología no puede definirse por el método porque los arqueólogos no sólo excavan, recuperan piezas y las analizan en laboratorio, sino que también observan, se hacen preguntas, buscan y contrastan la información. La arqueología adquiere el rango de ciencia, no por tomar la metodología de las ciencias naturales introducida por el positivismo; tampoco por hacer clasificaciones, elaborando series con los artefactos; ni por utilizar la estadística como auxiliar para encontrar y demostrar patrones y tendencias en los hallazgos; no por la utilización de la cartografía aérea después de la Segunda Guerra Mundial o por la integración de la física atómica (técnica de radiocarbono); ni últimamente por las técnicas de prospección, la utilización de los sistemas de información geográfica (sig) y los modelos en computadora. Son todas ellas técnicas y procedimientos que optimizan la obtención, clasificación y análisis de datos, que permiten mejorar la percepción del investigador, pero que sólo adquieren sentido a partir de una problemática histórico-social planteada desde un enfoque o posición teórica. 
Figura 2. Registro gráfico de piezas arqueológicas. Foto de Alejandro Bautista INAH. tomada de: http://arqueologia.inah.gob.mx/?p=1878

La arqueología es parte de la ciencia porque formula preguntas desde diversos marcos teóricos, que contrasta con los referentes observables, surgiendo de esta relación afirmaciones, nuevas preguntas e implicaciones teóricas.
Es el mismo Bernal quien subrayó el carácter científico de la Arqueología:
Entiendo que la arqueología es la búsqueda científica que trata de descubrir y estudiar los restos materiales de pueblos pasados, para conocer la conducta humana a través de los artefactos producidos por su mente y por sus manos (Bernal 1979:10).
Y es por esta razón, por la que el arqueólogo se traslada hasta los primeros días de la época colonial para rastrear los orígenes de nuestra disciplina. 
Figura 3. Celebración de la primera misa en México. Tomada de: https://quijotediscipulo.wordpress.com/2013/06/13/sintesis-de-la-historia-de-la-iglesia-catolica-en-mexico/

Los autores citados invocan a la sistematización y rigurosidad en el manejo de los datos, como características definitorias de la denominada arqueología científica. Sin embargo, una revisión más detallada puede mostrarnos que estos elementos ya estaban presentes en exploraciones y estudios en épocas previas: el informe del capitán Antonio del Río sobre Palenque de 1787, una descripción minuciosa de los edificios y las piezas encontradas que fue acompañado de un cuerpo gráfico de 25 láminas. Del Río aseguró en su informe que no quedó “[…] ventana, ni puerta tapiada, ni cuarto, sala, corredor, patio, torre, adoratorio y subterráneo en que no se hayan hecho excavaciones de dos y más varas de profundidad” (Navarrete 2000:26-27); los estudios minuciosos de Don Antonio León y Gama, el “primer arqueólogo mexicano”, sobre las 2 piedras, la Coatlicue y la Piedra del Sol, que fueron registrados en una obra de gran sabiduría (León y Gama 1990); las exploraciones de John Lloyd Stephens y Frederick Catherwood a territorio maya, quienes concluyeron que fueron los mayas los propios constructores de los edificios prehispánicos, señalaron la unidad cultural maya utilizando los jeroglíficos, ensayaron la etnografía, recogieron datos lingüísticos, realizaron mapeos, descripciones, excavaron sitios, discutieron la técnica de techar bóvedas y estaba patente en ambos el concepto de monumento-documento, que es la base de la arqueología, si entendemos documento como resto del pasado (Bernal 1979:108-113); los viajes de Désiré Charnay a nuestro país, quien utilizó una bibliografía muy amplia, introdujo la cámara fotográfica en las exploraciones y concibió la unidad cultural de lo que posteriormente se consideraría Mesoamérica (Bernal 1979:113-114). Además de la descripción arqueológica de los edificios mayas, se preocupó por realizar la etnografía de las poblaciones que iba visitando (Charnay 1992). 
Figura 4. Frederick Catherwood_1844_General View of Las Monjas at Uxmal_The Division of Anthropology, Amer4

Si la minuciosidad –reclamada por el positivismo- en el tratamiento de los datos ya estaba presente en épocas anteriores, cabe entonces preguntarse que cambios reales hubo con el advenimiento de las ciencias naturales a la arqueología.
Observamos un desentendimiento de las crónicas históricas, de los debates sobre los mitos de migraciones de los antiguos mexicanos, las vivencias, las percepciones personales, los relatos de viaje, las conjeturas, las interpretaciones generales, lo literario, lo anecdótico, y toda la tradición arqueológica fundamentada en el humanismo de la época, pero que el positivismo desestimó ubicándola en el terreno de la metafísica. Se puso el énfasis en la descripción de los contenidos empíricos y se inhibió la interpretación de los mismos.
Los autores positivistas de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, recopilaron infinidad de datos e intentaron clasificarlos, publicaron obras importantes acerca de las zonas arqueológicas conocidas de la época, obtuvieron fondos directamente del Estado para sus investigaciones y aportaron el modelo de investigación para fundar la arqueología profesional. A cambio, despojaron a las ciencias sociales de su ropaje teórico.
No es mi interés definir dentro de la corriente positivista a los autores citados, pero sí ubicar de dónde proceden los discursos en cuestión y señalar las inconsistencias localizadas. En última instancia, la arqueología mexicana es más ecléctica de lo que pensamos. Así, se puede hablar de una tradición arqueológica que se reproduce idealmente a través de la conservación de un núcleo duro de principios histórico-culturales, entre los que sobresale Mesoamérica, y un cinturón protector de conceptos secundarios tomados de las teorías rivales con los que se reformulan las anomalías periféricas que enfrenta su actividad (Vázquez 1996:26-27).
Desde otro enfoque, la dirección del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), a cargo de Roberto García Moll, eligió el año de 1990 para conmemorar los “200 años de arqueología mexicana”. Quedó asentado en ese entonces, que la práctica arqueológica en nuestro país se inició con el descubrimiento de las 2 piedras –las esculturas de la Coatlicue y la Piedra del Sol-, que tuvo lugar durante las obras de nivelación de la Plaza Mayor en 1790. De esta manera, las celebraciones comenzaron a partir del 13 de agosto, con exposiciones en 29 estados de la República, mesas redondas, reediciones facsimilares de obras clásicas, la emisión internacional de una estampilla postal y de un sello alusivo, así como la proyección mundial de un largometraje (Armendáriz 1990:4-5).
Se habló entonces de la nueva actitud ante el patrimonio prehispánico a partir del hallazgo; de la “primera” publicación de carácter arqueológico: la de León y Gama; que dicho estudio fue resultado de la formación intelectual y del compromiso histórico y político asumido por los criollos de acuerdo con la filosofía de la ilustración (Navarrete 2000:8-9). Aunque Carlos Navarrete no está de acuerdo en tomar el descubrimiento de las 2 piedras como punto de partida para la arqueología mexicana y lamenta que las autoridades centrales no tomaran en cuenta las exploraciones a Palenque que se llevaron a cabo a partir de 1784:
Omisión injustificada tratándose de un descubrimiento fundamental… que puede oponerse con dignidad a la fecha oficialmente consagrada… las expediciones palencanas no fueron casuales; obedecieron a los afanes de pensadores locales igualmente ilustrados, surgidos en un entorno social con matices diferentes, modelados por una educación superior de larga tradición, con contactos culturales propios al exterior, y también en la dolorosa confrontación con el abandono y atraso social de los pueblos. Poseedores de un pensamiento político que pugnaba por los mismos derechos que trataban de lograr los criollos del centro de la Nueva España, cultivaban iguales sentimientos nacionalistas y quizá doblemente, pues tanto impugnaban los privilegios de los peninsulares, como la discriminación hacia los nacidos en las provincias de parte de las autoridades centralizadas en la capital del virreinato (Navarrete 2000:11).
Es entendible que una institución que cuenta entre sus objetivos el de fortalecer la identidad nacional, propio de un Estado que se autoproclama legítimo depositario de la herencia ancestral, genere su propio mito fundador a través de un evento de trascendencia histórica, hecho que en su momento funcionó como un presagio del fin de la época colonial y el advenimiento de la etapa republicana, significando también el resurgimiento de la cultura indígena que hasta ese entonces se había intentado suprimir.
José Luis Lorenzo (1998:93) coincide con Navarrete sobre la temporalidad de los primeros trabajos de corte arqueológico:
La arqueología en México se inicia a fines del siglo XVIII, cuando Carlos III, quien antes de ascender al trono español, fue rey de Nápoles, por lo que estaba familiarizado con la arqueología romana, tanto que ordenó excavaciones en Herculano y Pompeya y sería el responsable de los primeros trabajos arqueológicos en América. Éstos dentro de la ideología de la época: escultura y arquitectura. Un ejemplo de esto son los trabajos realizados en Palenque, Chiapas en 1785 y 1786, por el capitán Antonio del Río y el arquitecto Antonio Bernasconi.
Es pues Carlos III un notable ilustrado, comprometido con las inquietudes por el saber de su época:
El amor por las bellas artes y en especial por las antigüedades que se despierta y afianza en los años transcurridos en Nápoles en el ánimo de don Carlos de Borbón es, en mi opinión, responsable en gran medida del nacimiento y desarrollo de la arqueología en general y particularmente de la arqueología del Nuevo Mundo. Pero no podemos hacer tal afirmación sin tener en cuenta el significado del espíritu y la ideología de la ilustración en la personalidad de Carlos III y en el mundo metropolitano y colonial de su tiempo… Por último, la expulsión de los jesuitas, intencionalmente o no, vino a favorecer la expansión en tierras americanas de las modernas tendencias filosóficas que, ante la ausencia de la compañía, que había constituido una verdadera muralla defensiva de los principios tradicionales del poder colonial, avanzaría de manera fulminante entre los miembros de la minoría intelectual de la colonia (Alcina 1991:330).
Vista así la arqueología de este momento histórico, formó parte del complejo de ideas y prácticas filosófico-políticas, destinadas a socavar la hegemonía política de la tradición católica, apuntalada en los latifundios y allanar el camino al Capitalismo emergente, que en su modalidad revolucionaria se inclinó por el conocimiento sensible.
El ímpetu de la Ilustración, que animó el interés por el pasado en la Nueva España, se diluye en la conspiración y la efervescencia política que anteceden a la Guerra de Independencia y continuarán manifestándose en los años posteriores, generando durante medio siglo una inestabilidad social crónica, que mantuvo la búsqueda del conocimiento subordinada a las luchas de poder.



Figura 5. Litografía en La Ilustración mexicana, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1851. Museo Arocena, Torreón, Coahuila, México. 

Los orígenes de la arqueología en México pueden también ser ubicados en una fecha tan temprana como 1680, en la exploración que realiza Don Carlos de Sigüenza y Góngora a Teotihuacan (Schalvelzon 1982). Y aunque no se conoce algún escrito de este sabio jesuita mexicano al respecto, se cuenta con una referencia de Lorenzo Boturini -seguidor de Sigüenza- quien habla de la pirámide del Sol:
Era este cerro en la antigüedad perfectamente cuadrado, encalado y hermoso, y se subía a su cumbre por unas gradas que hoy no se descubren por haberse llenado de sus propias ruinas y de la tierra que le arrojan los vientos, sobre la cual han nacido árboles y abrojos. No obstante estuve yo en él y le hice por curiosidad medir; y, si no me engaño, es de doscientas varas de alto. Asimismo mandé sacarlo en mapa, que tengo en mi archivo, y rodeándolo vi que el célebre don Carlos de Sigüenza y Góngora había intentado taladrarlo, pero halló resistencia. Sábese que está en el centro vacío… (Boturini 1974:52).
Observamos entonces que en fechas correspondientes a la etapa de la consolidación colonial, ya se exploraban los antiguos edificios prehispánicos, se indagaba sobre su origen e incluso se excavaba. Es decir, se hacía lo que hoy se acepta como práctica arqueológica.
Se sabe que Sigüenza coleccionaba documentos antiguos. De su lectura cuidadosa seguramente surgieron inquietudes, que para el caso de Teotihuacan intentó resolverlas realizando una o quizá varias excavaciones.
De vuelta a Bernal, quien consideraba que nuestra disciplina tiene un origen muy temprano:
La arqueología empieza con el anticuario como lo consideramos hoy, o sea el prearqueólogo, que busca los objetos más bien por su belleza o como curiosos y extraños sobrevivientes del pasado. En ocasiones tiene finalidades políticas, religiosas o simplemente comerciales. Se puede decir que anticuario es el arqueólogo antes de la utilización del método estratigráfico, la idea de establecer periodos de tiempo y de considerar objetos como parte de una cultura pasada, siendo ella y no las cosas el sujeto de investigación… Mientras el anticuario de antes trabajó más bien en la tradición bíblica, el arqueólogo de hoy lo hace sobre todo en el mundo de la evolución (Bernal 1979:7-8).
Don Ignacio tenía en mente a la arqueología europea, en donde el coleccionismo de piezas antiguas estuvo ligado al ascenso de las monarquías, la ruptura con el catolicismo y su identificación con el pasado grecorromano, propio del Renacimiento. Pero en México, la situación fue diferente, los colonialistas españoles se dedicaron a destruir la cultura material de los pueblos originarios para intentar imponer la propia. Esto anula la posibilidad de que hubiera un aprecio por los objetos antiguos durante la mayor parte del tiempo de vida colonial, que de acuerdo con la ideología religiosa peninsular procedían del error, el engaño, la idolatría y la herejía. No obstante, afloran ejemplos, no de coleccionismo, sino de auténtica arqueología como a continuación veremos.

Los inicios de la arqueología
Es en el siglo XVI cuando encontramos los inicios de la práctica arqueológica en nuestro país. Bartolomé de las Casas en sus escritos de la década de 1550, publicados 300 años después como Apologética historia... e historia de las Indias, muestra ya un interés arqueológico:
He visto en estas ruinas de Cibao un estadio o dos en la tierra virgen, en las llanuras y al pie de algunas colinas, madera quemada y cenizas como si hace algunos días se hubiera hecho allí fuego. Por la misma razón tenemos que concluir que en otras épocas el río pasaba cerca de ese lugar, y que allí ellos hicieron fuego, y que después se retiró el río. Quedó cubierto por la tierra que las lluvias arrastraron de las colinas. Y debido a que esto no podía haber ocurrido sino con el paso de muchos años y en tiempos muy antiguos, no hay duda de que los pobladores de estas islas y continente son bastante antiguos (citado en Fagan 1984:32).
Estamos ante una inferencia que surge a partir del análisis de restos materiales -madera quemada y cenizas-, el observador se pregunta por qué están allí esos restos y concluye –con una lógica arqueológica- que debieron haber sido hechos en tiempos muy antiguos.






Figura 6. Bartolomé de las Casas. Tomada de Fagan, 1984. 


Otro ejemplo claro es el de Diego de Landa, el controvertido franciscano quien aprendió maya para predicar a los indios en su propia lengua. De esta forma, consiguió informantes para estar al tanto sobre actos de idolatría. Será recordado por el auto de fe de Maní (en Mérida) en el que fue promotor de tortura severa a indios, caciques, magistrados y maestros locales, con el fin de conocer los sitios donde se ocultaba a los ídolos y los nombres de los propietarios de los que consideraba eran falsos dioses. Su celo religioso lo llevó a la destrucción sistemática de códices e ídolos mayas. Un hecho paradójico, ya que él mismo hizo una descripción de la escritura maya que sirvió de base para su posterior desciframiento. Además su Relación de las Cosas de Yucatán, publicada por Brasseur de Bourbourg en 1864, es hoy una obra clásica que detalla la vida indígena, los sitios arqueológicos y las antigüedades en general (Fagan 1984:47-55).
En una época en la que se hablaba de la influencia externa para explicar el origen de los americanos -atribuido a cartagineses, hebreos, atlantes, gigantes, Santo Tomás, etcétera-, es el mismo Landa quien opina que los indios habían sido los propios constructores de los edificios localizados:
Hay en Yucatán muchos hermosos edificios... todos son de piedra muy bien cortada... Estos edificios no han sido construidos por otras naciones que no hubieran sido las de los mismos indios; y esto se puede ver en las estatuas desnudas de piedra que visten prendas de ropa que llaman en su lenguaje ex, así como otras prendas que los indios usan (actualmente) (Fagan 1984:41).
De nueva cuenta, reconocemos una inferencia surgida del análisis de antigüedades, que en este caso se trata de esculturas en piedra. Si bien es cierto, la búsqueda de estos cronistas se encuentra limitada por la escasez de técnicas y procedimientos de recolección de datos y por los intereses de la época, está ya presente la relación fundamental que define a la arqueología: un observador, que indaga sobre los pueblos desaparecidos y un conjunto de artefactos o monumentos antiguos de donde emana una deducción o inferencia.
Bernal (1979:19-20) observa que Fray Bernardino de Sahagún utilizó la arqueología para demostrar que fueron los toltecas los primeros pobladores:
[los toltecas]… vivieron primero muchos años en el pueblo de Tullantzinco, en testimonio de lo cual dejaron muchas antiguallas allí y un cu que llamaban en indio Uapalcalli… Y de allí fueron a poblar a la ribera de un río junto al pueblo de Xicotitlán, y el cual ahora tiene nombre de Tulla, y de haber morado y vivido allí juntos hay señales de las muchas obras que allí se hicieron, entre las cuales dejaron una obra que está allí y hoy en día se ve, aunque no la acabaron, que llaman coatlaquetzalli, que son unos pilares de la hechura de culebra, que tienen la cabeza en el suelo, por pie, y la cola y los cascabeles de ella tienen arriba. Dejaron también una sierra o un cerro, que los dichos toltecas comenzaron a hacer y no lo acabaron, y los edificios viejos de sus casas, y el encalado parece hoy día. Hállanse también hoy en día cosas suyas primamente hechas, conviene a saber, pedazos de olla, o de barro, o vasos, o escudillas, y ollas. Sácanse también de debajo de tierra joyas y piedras preciosas, esmeraldas y turquesas finas… (Sahagún 1956, III:184).
Soustelle (1988:267) no dudó en nombrar a Sahagún el verdadero padre de la etnología y arqueología mexicanas, en un acto de justicia para quien se vio forzado a abandonar sus manuscritos debido a la presión de la jerarquía católica. No obstante, nos legó una obra de gran importancia –su Historia General de las cosas de la Nueva España- en el conocimiento de las culturas prehispánicas y la valoración del impacto europeo sobre dichas sociedades.
En este momento histórico en que ciencia y religión aparecen entrelazadas, la arqueología y el saqueo de objetos antiguos tampoco cuentan con fronteras definidas:
Por motivos de simple enriquecimiento se inició desde la expedición de Grijalva, tanto en la Isla de Sacrificios como en el río Tonalá (Juan Díaz 1858:298,304), el saqueo de las tumbas indígenas. Muchas de estas violaciones fueron contemporáneas a la conquista, pero hubo otras posteriores, como la triste historia de un capitán Figueroa en Oaxaca, quien tras de reunir mucho oro sacado de tumbas, naufragó ahogando bienes y vida (Díaz del Castillo 1939, III:127). Estas búsquedas debieron ser frecuentes, y en varias ocasiones fueron legalmente autorizadas por el gobierno, como lo demuestra la licencia concedida en 1530 al conde de Osorno, presidente del Consejo de Indias, para descubrir y abrir entierros durante 20 años. Seis años después se señalaron derechos reales sobre lo descubierto, y, para colmo, en 1538 Osorno se queja de ese gravamen (Bernal 1979:40).
Se puede afirmar que arqueología y saqueo han estado presentes en cada una de las épocas por las que ha transitado México. Ahora bien, el intentar rastrear una época fundacional para nuestra disciplina conlleva una problemática adicional: observamos los eventos históricos pero no los procesos sociales, que finalmente son los que han dado forma a la ciencia contemporánea. Con esta idea en mente, intentaré a continuación definir las tradiciones arqueológicas que lograron asentarse en nuestro país.








Figura 7. Museo Arqueológico Colonial de Ocuilan, Estado de México. 



Anticuarismo
Se trata de una práctica cercana a la arqueología en la cual está presente un observador que siente atracción por los objetos del pasado, los retiene para sí y aunque puede hacerse preguntas acerca de ellos, no necesariamente se las responde. El énfasis del anticuario se ubica en la estética del objeto y no en la razón histórica. Aun cuando los artefactos prehispánicos llegaron a Europa como curiosidades exóticas y resguardadas junto a colecciones de piezas de origen diverso, durante el periodo de la Nueva España no existieron condiciones sociales e ideológicas para sustentar esta práctica, por lo que su aparición debió ser tardía, seguramente a finales de esta etapa, fomentada por el surgimiento de la mexicanidad entre criollos y mestizos, algunos de ellos jesuitas. El “espíritu” de la Ilustración llegó a México a través del contrabando de libros prohibidos por la Iglesia Católica y las reformas borbónicas -también de inspiración ilustrada- activaron el interés por el pasado prehispánico. Viene al caso recordar que el primer museo de historia natural surge en 1790, que fue antecesor del Museo Nacional, el cual resguardó las antigüedades a partir de 1825 (Bernal 1979:119-126).

Arqueología erudita o de saberes
Es la arqueología que es posible debido a esfuerzos personales  que no responden a instituciones especializadas en esta área del conocimiento, si acaso, el apoyo de sus gobiernos respectivos, con un interés colonialista, por lo tanto, tampoco existe el arqueólogo como especialista, sino personajes interesados en el pasado con formación heterogénea, procedente de diversas áreas del conocimiento: como es el caso de Bartolomé de las Casas y Diego de Landa de formación teológica; sabios como Don Carlos de Sigüenza y Góngora, quien fue escritor, coleccionista de antigüedades, astrónomo, artista, novelista, y arqueólogo; eruditos como John L. Stephens, caballero, abogado, político, escritor, explorador, aventurero y arqueólogo; Frederick Catherwood, instruido en las bellas artes, arquitecto, dibujante, cartógrafo, viajero, explorador y arqueólogo (Cyphers 1988); y Eduardo Seler graduado en ciencias naturales y filología, viajero e investigador minucioso de los objetos arqueológicos –interpretó varios códices- y de las diversas áreas mesoamericanas; representante de la corriente positivista en la arqueología de México en palabras de Bernal (1979:142), aunque de acuerdo a Sepúlveda (1988:439), la corriente ideológica que principalmente lo influyó fue la tradición histórico-cultural alemana.
Encontramos en esta tradición de la arqueología, a uno o varios observadores, quienes sienten atracción por los artefactos antiguos, se hacen preguntas sobre los productores, realizan investigación de campo y construyen inferencias; exhiben gran aprecio por las crónicas del siglo XVI y los documentos antiguos que constituyen sus fuentes para ubicar temporalidades; son partícipes de los debates de la época que giran en torno a los orígenes de los americanos; desarrollan diversas técnicas de acercamiento a los objetos, e implementan modestas clasificaciones; se alojan en la antesala de las técnicas de fechamiento y las secuencias culturales.

Arqueología profesional o institucionalizada
Se trata de la arqueología como disciplina formal y diferenciada de otras áreas del conocimiento. Nuevamente encontramos uno o varios observadores quienes sienten atracción por los objetos del pasado, pero que ahora son profesionales en la materia, sirven a instituciones especializadas de donde obtienen el financiamiento para realizar trabajo de campo. Utilizan toda clase de técnicas y procedimientos como la estratigrafía y la técnica de radiocarbono; la estadística, la cartografía y la fotografía aérea; las técnicas de prospección, los sistemas de información geográfica y los modelos computacionales, que hoy es posible utilizar debido a la organización interna de la disciplina, la cual gira hoy en torno al Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), que cuenta con fondos permanentes para investigación y salvaguarda del patrimonio cultural; personal, instalaciones propias y publicaciones. Estos especialistas se forman ahora en instituciones de educación superior como la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) en la Ciudad de México. La institucionalización de la disciplina ha supuesto generar una reglamentación específica que se ha configurado a partir de la ley del 11 de mayo de 1897. En ella se declara que todos los monumentos arqueológicos son propiedad de la nación (Bernal 1979:131).



Figura 8. Zona arqueológica de Cholula, Puebla. Tomada de http://bocadepolen.org/web/se-debate-en-la-enah-sobre-la-destruccion-del-sitio-arqueologico-en-cholula/


La construcción de una nueva tradición arqueológica
Durante el siglo XIX -que corresponde a la consolidación de los Estados-nación europeos, además de los Estados Unidos de Norteamérica-, es evidente la necesidad de institucionalizar la vida pública del México independiente. Sin embargo, la desorganización social de un país surgido tras la guerra de independencia, inmerso en la quiebra económica, la falta de comunicaciones entre las diversas regiones del amplio territorio, los constantes conflictos armados entre los que se incluyen asonadas militares, golpes de estado, levantamientos indígenas, luchas por el territorio, bandolerismo y las invasiones norteamericana y francesa, impidieron la construcción de la patria plenamente.
No obstante, se registran los primeros intentos de institucionalización de los estudios del pasado: aparece el Museo Nacional de México en 1825, alojándose en las instalaciones de la Universidad y obteniendo su local propio a partir de 1879 (Bernal 1979:126-129). Durante la intervención francesa en nuestro país, en 1864, Napoleón III crea la Comission Scientifique du Mexique de la que sobresale el trabajo del abate Brasseur de Bourbourg (Bernal 1979:94). Por estos años se introducen también las primeras sociedades científicas, las cuales tienen una actividad permanente en el conocimiento de los diversos aspectos geográficos, estadísticos y antropológicos del territorio nacional; consiguen fondos para la investigación, producen publicaciones seriadas, resguardan colecciones arqueológicas y organizan congresos, por lo que están al día de lo que ocurre en la ciencia de otras latitudes. Con la consolidación de las sociedades científicas se sustituyen los esfuerzos individuales. De esta manera, la transición de la arqueología de saberes a la arqueología profesional es ya un proceso irreversible.
En el paso de una arqueología a otra aparecen varios eruditos quienes obtienen apoyo estatal para realizar sus investigaciones o son arqueólogos formados en otros países: Brasseur de Bourbourg, sacerdote francés, es seducido por la arqueología americana; investiga en archivos, bibliotecas, colecciones públicas y privadas: Al llegar a México es nombrado capellán de la Legación de Francia; entre 1859 y 1860 hace recorridos en México y Guatemala patrocinado por el Ministerio de la Instrucción Pública; tradujo el Popol Vuh, publicó la Relación de las cosas de Yucatán de Landa y fue un asiduo promotor del arte antiguo mexicano en su patria; Désiré Charnay, quien excava en Tula, Teotihuacan y en las laderas de los grandes volcanes, consagró su fortuna a la publicación de manuscritos mexicanos ilustrados como el Codex Borbonicus, el Cospi de Bologna, el Borgia, el Fejervary-Mayer de Liverpool (Soustelle 1988:271-274; 277-278); Leopoldo Batres, nacido en México, quien estudió antropología y arqueología en Francia, regresó a nuestro país y unos años más tarde -en 1884-, fue nombrado inspector de los Monumentos Arqueológicos de la República en la época en que ya existía una sección de Arqueología del Museo Nacional (Manrique 1988:244-245). Batres realizó numerosos trabajos de exploración y a veces de reconstrucción de monumentos, particularmente en Mitla y Teotihuacan. Con su esfuerzo personal, estos viajeros y exploradores exhibieron la necesidad de contar con un lugar para la formación de arqueólogos profesionales que fuera también un centro de investigación de las disciplinas antropológicas en México, de un mayor alcance que los cursos que se ofrecían en el Museo Nacional.
Es hasta las postrimerías del Porfiriato cuando se materializa esta idea con la creación de la Escuela Internacional de Arqueología y Etnología Americanas (EIAEA), como parte de las celebraciones por el Centenario de la Independencia de México. Este centro de investigación auspiciado por los gobiernos y universidades de Francia, Alemania, Prusia, Estados Unidos y México, tuvo como directores a Eduardo Seler (1911), Franz Boas (1911-1912), Jorge Engerrand (1912-1913), Alfred Morston Tozzer (1913-1914) y Manuel Gamio (1915). En la EIAEA los alumnos poseían una formación comprobada dentro de las disciplinas antropológicas, eran becarios y provenían de diversos países. La Escuela Internacional, inaugurada fastuosamente el 20 de enero de 1911 en la sala de conferencias del Museo Nacional con la asistencia del presidente de la República, su gabinete y el cuerpo diplomático acreditado en nuestro país, tenía como objetivo lograr el progreso del conocimiento de la historia remota de América, por medio de la enseñanza y el trabajo de investigación. Tras 5 años de intensa actividad académica, la EIAEA resiente la inestabilidad social y económica de un país asolado por la guerra civil, y se ve orillada a clausurar su proyecto, no obstante los esfuerzos de Gamio por sacarla a flote. El proyecto de la Escuela, arropado bajo una mística interdisciplinaria, incluyó labores de enseñanza y divulgación en el Museo Nacional; el estudio e interpretación de las piezas del propio museo; temporadas de campo y la recolección de materiales en zonas arqueológicas en el centro y sur del país; la formación de una colección de documentos de folclore procedentes de Pochutla, Milpa Alta y Tehuantepec; los programas de etnología, lingüística y folklore desarrollados en Oaxaca, Jalisco y Zacatecas; los estudios fonológicos de Boas, así como la implementación del método estratigráfico para las investigaciones de la cuenca de México, que mostró la existencia de tres grandes horizontes o culturas: arcaica, tolteca y azteca; y las publicaciones de la Escuela, que se dividían en informes de actividades y anales, sentaron las bases de la futura profesionalización de los arqueólogos mexicanos (García 1988; Noguera 1951).
Para satisfacer las demandas sociales y pacificar al país, se reorganiza la administración pública. Se crea entonces la Dirección de Estudios Arqueológicos y Etnográficos, dependiente de la Secretaría de Agricultura y Fomento. Fundada y dirigida por el doctor Gamio de 1917 a 1924, se propone estudiar con los métodos de las ciencias sociales, las medidas prácticas que atacaran los problemas de la población. En 1919 la Dirección cambió su nombre por el de Antropología, al considerar que se apegaba más a su objeto de estudio: la población. Está ya presente la idea de desarrollar el país bajo la perspectiva nacionalista. Esta ideología le permite a Gamio diseñar y llevar a cabo el célebre proyecto La población del valle de Teotihuacan con una fructífera visión integral e interdisciplinaria. Para 1925 Gamio es nombrado subsecretario de Educación Pública y se lleva la Dirección de Antropología a esa dependencia, la cual subsistiría y serviría de base a la conformación del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en 1939 (Olivé 1988).
Unos años más adelante, el avanzado proceso de institucionalización generó La Ley de Conservación y Protección de Monumentos y Bellezas Naturales, además, dio forma al Departamento de Monumentos y Objetos Artísticos, Arqueológicos e Históricos de la República, creado por decreto presidencial en 1930. Estos instrumentos institucionales fueron acompañados de la emisión de nombramientos de Inspectores y Subinspectores Honorarios de Monumentos Artísticos e Históricos, cuya tarea consistió en localizar, cuidar y reportar a las autoridades centrales los objetos artísticos e históricos presentes en sus demarcaciones. De esta labor pionera en la conformación del patrimonio cultural surgieron catálogos de monumentos y monografías, así como la emisión de declaratorias de monumentos (Montes 2004). 
Para finales de la década de 1930, existían los antecedentes necesarios para la creación de una estructura orgánica más sólida, que promoviera el patrimonio cultural en todo el territorio mexicano. Desde su fundación, fueron confiadas al INAH atribuciones de carácter nacional: la exploración de las zonas arqueológicas del país; la vigilancia, conservación y restauración de monumentos y objetos arqueológicos, históricos y artísticos de la República; las investigaciones científicas y artísticas que interesan a la arqueología e historia de México y la publicación de obras de carácter antropológico (Olivé 1988-b:207-208). La creación de esta dependencia puede entenderse como la culminación del proceso de institucionalización de la arqueología mexicana que tuvo sus inicios en el siglo XIX. Se consolida en un momento bastante propicio: cuando las exploraciones eran ya generalizadas en todo el territorio nacional y la plantilla de investigadores y las publicaciones se habían incrementado notablemente. Fue necesario el impulso de la ideología de la Revolución Mexicana para consolidar esta tradición arqueológica articulada a la especialización disciplinaria. Así, pudo observarse el pasado prehispánico desde la perspectiva mesoamericana, que alude a un pasado glorioso, rasgo imprescindible en la construcción de una Nación. La adopción de la doctrina nacionalista reorientó los esfuerzos de la comunidad arqueológica, y convirtió a la arqueología mexicana en un importante aparato de ideología estatal.



Figura 9. El Templo Mayor de los mexicas en el Centro Histórico de la Ciudad de México.

Cabe aquí traer a Kuhn, quien planteaba que la adopción de un paradigma, generalmente, marca el inicio de una disciplina científica. También plantea que es el momento en que se crean las primeras sociedades científicas, se publican revistas especializadas y se incluye la disciplina en los curricula; asienta que la adopción generalizada de un paradigma permite centrar la investigación sobre ciertos problemas que se consideran entonces pertinentes, reduciendo el campo potencial de estudio y facilitando un avance más rápido (citado en Gándara 1992:25-26). Entre los problemas considerados relevantes se resolvió la ubicación de Tula en espacio y tiempo, la temporalidad de los olmecas, la definición de Mesoamérica y el Norte de México. Esto ocurrió en las primeras Mesas Redondas de la Sociedad Mexicana de Antropología durante los primeros años de la década 1940.
Aunque la noción de paradigma como modelo de investigación puede explicar en parte el proceso de institucionalización de la arqueología mexicana, Kuhn mismo abandonó su aplicación en las ciencias sociales, en donde se enfrentó a los desacuerdos de los científicos en esta área del conocimiento sobre la naturaleza de los problemas y métodos científicos aceptados. Para fines de este estudio, puede ser más adecuado sustituirlo por la categoría de “tradición arqueológica” que Vázquez (1996:9) define como “aquel legado cultural específico de conocimientos, enfoques y modos cognoscitivos, lo mismo que de actitudes, valores, intereses y formas de conducta repetidos e interactuados por grupos y cuasigrupos de arqueólogos de ese modo identificados”. Es necesario añadir, que una práctica social se convierte en tradición cuando una importante cantidad de recursos materiales y humanos se dedican a su preservación. De esta manera, la institucionalización de la arqueología corresponde a la formalización de una nueva tradición arqueológica en México. Al paso de algunos años, esta tradición de mística nacionalista se ligó también al desarrollo del turismo en nuestro país a través de una modalidad de hacer arqueología: la habilitación de zonas monumentales para su deleite estético. Como diría Ignacio Rodríguez (1996:92): “el pasado prehispánico, ya altamente rentable ideológicamente, también empieza a serlo económicamente”. O en palabras de otros arqueólogos sobresalientes:
La arqueología oficial ofreció al Estado dos líneas básicas de justificación para su existencia, que no eran precisamente derivadas de la necesidad de conservar el patrimonio como material científico y como herencia nacional y humana. La primera línea fue la aportación de materia prima con la que se construye un espíritu nacionalista en torno al pasado común. La unidad nacional se estima como indispensable dentro del desarrollista mexicano y espera lograrse mediante una enunciación de la historia cultural de México. La segunda línea fue un resultado indirecto de los trabajos en sitios monumentales como Teotihuacan, Monte Albán, Tula, Uxmal, etc,  que se convirtieron en atractivos lugares turísticos. Se consideró la posibilidad de que sirvieran al mismo tiempo como instrumentos didácticos y como fuentes de captación de divisas; otra vez, dentro del modelo desarrollista mexicano, el turismo constituye una esperanza en la nivelación de nuestra balanza de pagos (Gándara y Manzanilla 1977:293-294).
La subordinación al Estado limitó el desarrollo de la arqueología profesional, la cual se conformó en gran medida con satisfacer los requerimientos ideológico-económicos impuestos desde el poder. La arqueología oficial mexicana ha llegado a confundir los fines del Estado con los fines propios. No obstante, una arqueología académica más comprometida con el desarrollo del conocimiento se ha manifestado principalmente desde los centros de educación superior donde se forman arqueólogos, constituyendo la oposición a las políticas doctrinarias predominantes. En suma, de los sabios de otras épocas se pasó a los múltiples especialistas que trabajan hoy en subdivisiones cada vez más compactas de la disciplina.

La arqueología como ciencia
Bajo el enfoque que aquí se presenta, la ciencia no es sinónima de certeza, sino de búsqueda continua. La ciencia es la búsqueda del conocimiento acerca de la realidad desde diferentes enfoques teóricos, filosóficos y paradigmáticos, que admite contrastación a todos sus niveles, desde los postulados más generales hasta los de nivel más básico; de la manipulación de variables en laboratorio, hasta la confrontación con la realidad concreta. En su seno han coexistido todo tipo de ideologías, incluyendo los enfoques religiosos, cuando se han desentendido de preservar la tradición y deciden transitar por los caminos de la búsqueda. Es decir, cuando la duda aflora, y los saberes se incrementan. Baste mencionar que los científicos renacentistas –provenientes de la universidad medieval europea, la cual tenía cuatro facultades: medicina, derecho, teología y filosofía en donde se incluía lo que no era teológico- no negaron la existencia de Dios e intentaban conciliar las explicaciones del mundo sensible con la idea divina. 
                                           Figura 10. Nicolás Copérnico.

Tampoco los positivistas –pese a sus intentos- se escaparon de las proclamas ideológicas. No obstante, pensaron excluir a los que no eran partícipes del método científico, es decir, a los filósofos, humanistas y otros investigadores sociales.
El cienticismo instituye la idea de que sólo hay una manera de hacer ciencia. Pero lo que la historia nos enseña, es que no existe un método único, porque los esfuerzos por acceder al conocimiento son múltiples. Lo que es funcional para la investigación en las ciencias naturales puede no ser concebido en las ciencias sociales. Para la antropología, por ejemplo, el laboratorio de estudio lo constituye la comunidad misma, de donde selecciona sus muestras. La paradoja de intentar realizar arqueología únicamente con los métodos de las ciencias naturales es que el pasado constituye una abstracción en el presente, que bien puede ser acomodado en el ámbito de la metafísica junto a las costumbres, los mitos, las formas religiosas y todo lo que tiene que ver con lo intangible: el simbolismo, el pensamiento y la cultura inmaterial de las sociedades desaparecidas. De esta forma, el pasado se vuelve inaccesible, a no ser que recurramos al método histórico o a alguna fórmula hermenéutica de las ciencias sociales. Las clasificaciones, mediciones y descripciones por más minuciosas que se presenten, son improductivas en tanto no se relacionen a argumentaciones lógicas, coherentes e históricas, que compitan con otros discursos, generando así, un ambiente de debate y búsqueda continua, que con un método único no es posible garantizar. A no ser que se piense que la ciencia no debe ser creativa.
He sugerido que la tradición aparece como oposición a la ciencia. Pero no se trata de una oposición excluyente, sino de una tensión permanente que por momentos históricos parece resolverse en un sentido u otro. En esta misma época, hablamos de tradiciones científicas o arqueológicas que tienden más a preservar que a desarrollar el conocimiento. Pero cuando la tradición llega a dominar a la ciencia, ésta se trasforma en dogma, con su apego inherente a la fe, que es la creencia irrefutable, que no admite contrastación. De allí que se hable más de tradiciones religiosas, que de tradiciones científicas, porque se ha pensado que los dogmas no tienen lugar en la ciencia. Ahora podemos cuestionar esta idea.
La pugna entre tradición y ciencia ha generado un caudal de conocimientos de gran importancia para la humanidad. Las mismas religiones se han nutrido de la competencia intelectual de nuestros tiempos; de ahí han surgido enfoques y tendencias anteriormente inconcebibles como la arqueología bíblica, que utiliza la tecnología moderna para intentar corroborar la veracidad de sus escrituras. Entonces, se puede observar que el dogma se transforma en ciencia y la ciencia en dogma. No hay productos puros, ni en la ciencia, ni en alguna otra práctica humana, porque los seres humanos respondemos a intereses étnicos, de clase, políticos, ideológicos, que para ser entendidos, deben ser historizados.
A estas alturas, ya puedo pronunciarme partidario de la existencia de enfoques diversos dentro de la ciencia, incluso los más conservadores –que existen actualmente independientemente de lo que yo piense-. Aunque reconozco la necesidad de marcar límites al relativismo cultural. Es decir, a la posición extrema que plantea que al ser la cultura diversa y compleja todas las formas explicativas son válidas, anulando con ello la posibilidad de debatir. A cambio, debemos fomentar la contrastación de los postulados teóricos a cualquier nivel, tanto general como particular. Un autor puede presentar cualquier tipo de ideas, pero si desea hacer ciencia, deberá prepararse para la confrontación de sus planteamientos en relación con la evidencia empírica, tanto con colegas, con investigadores de otras áreas del saber, pero también con la opinión de los no especialistas, quienes tienen un peso importante en la divulgación o rechazo de algún enfoque. La destreza intelectual es importante en la producción del conocimiento, pero no suficiente sin el involucramiento de los fenómenos reales. Es probable que el camino sea menos arduo para los científicos que se sumen a las teorías sociales más aceptadas -que son finalmente las más confrontadas-, pero esto no anula la necesidad de generar propuestas novedosas ante problemáticas pendientes. 

Justificación social de la arqueología
La arqueología es la práctica humana que ofrece explicaciones sobre las sociedades del pasado a través de diversos enfoques teóricos y metodológicos que se contrastan permanentemente. Es la suma de esfuerzos de muchos hombres y mujeres de sucesivas generaciones desde épocas antiguas. Pero no debe pensarse que esta disciplina es el resultado del buen tino o de las buenas ideas de sus precursores. La arqueología es un producto social, por lo que debe su desarrollo a las condiciones sociales concretas de cada una de las épocas por las que ha transitado: 
a) La pérdida de la memoria histórica: la arqueología va a aparecer en el mundo cada vez que la memoria histórica -oral o escrita- desaparezca o se vea truncada por conflictos sociales del tipo de guerras, genocidios y colonialismos. No tendríamos pensadores preguntándose por los antiguos pobladores de una región si los libros, la memoria histórica y el registro histórico del tiempo se hubieran librado de la destrucción deliberada en un proceso de confrontación entre grupos humanos distintos. Esta premisa puede aplicarse también al mundo Mediterráneo, en donde se ha atentado contra la herencia histórica de los pueblos conquistados en múltiples ocasiones: destruyendo sus libros, derribando sus monumentos, saqueando sus tumbas y recintos sagrados. La destrucción de la Biblioteca de Alejandría a manos de los cristianos, significó una pérdida muy sensible, tanto a la tradición helénica, como al conocimiento antiguo en general. La Biblioteca de Alejandría, que pudo albergar hasta medio millón de libros en forma de rollos de papiro escritos a mano, es el lugar donde los hombres reunieron por primera vez de modo serio y sistemático el conocimiento del mundo (Sagan 1980:18-21). En América encontramos un equivalente en la destrucción de los códices y de los registros en piedra prehispánicos.
b) La formación de la conciencia social o utilización del pasado con fines políticos: la arqueología es también un invento y una herramienta de los grupos humanos quienes observan en el pasado elementos de identificación con el presente. En nuestro caso, la arqueología nacional se ha preocupado por dejarnos claro que existe una continuidad entre las sociedades prehispánicas y el México contemporáneo. Se concibe como una línea en el tiempo en la que resultamos herederos de una tradición de grandeza cultural, que el Estado se adjudica el derecho de administrar:  
La necesidad de un pasado glorioso para la nación, de una Edad de Oro, es la causa de que la formación del Estado moderno que se produce desde finales del siglo XVIII lleve a un aumento significativo de la importancia del estudio del pasado, de la historia. Para que el estudio del pasado sea efectivo la labor del historiador y del arqueólogo ha de profesionalizarse, lo que produce que en el siglo XIX se pase de una concepción de la historia como afición erudita a otra en la que es considerada como una labor profesional (Díaz-Andreu 1998:118).
Entendemos entonces el enaltecimiento estatal de la herencia cultural y el énfasis de nuestro origen en las culturas presuntamente más civilizadas de la etapa precolombina.
c) Curiosidad intelectual por lo que es diferente: constituye el aspecto subjetivo de la arqueología, tiene que ver con la personalidad del investigador y con las preguntas que pueda formularse; las motivaciones con las que integra su conocimiento. Tuvo que ver  en siglos previos con la búsqueda de lo exótico, lo extraño y lo nativo; con el pasado mítico de los pueblos y tiene que ver actualmente con la búsqueda de los orígenes, las relaciones interétnicas y la definición de los procesos de cambio, que atraen a los investigadores hacia el ámbito arqueológico. 
Estas tres justificantes históricas aparecen en México, aunque no de manera simultánea. La pérdida de la memoria histórica y la curiosidad intelectual en algunos misioneros hacen posible el surgimiento de la arqueología desde los primeros días de la Colonia; pero la formación de la conciencia social y de identidad histórica se desarrolla posteriormente entre los criollos, quienes resienten la carencia de una Nación propia, pero que sólo sería posible hasta la aparición del Estado republicano.
En un magistral ensayo, Díaz-Andreu (1998:117) plantea como hipótesis inicial de trabajo que la profesión arqueológica no existiría si el nacionalismo no hubiera triunfado como ideología política.  Esta idea resalta la importancia de las condiciones sociopolíticas que rigen un momento histórico particular, modelan las instituciones y dan forma al acceso al conocimiento. Aunque -como aquí se expone-, la arqueología justifica su existencia más allá de las razones de identidad.  
La arqueología no es una disciplina moderna. Archaiologhia es un término griego y ya en la antigüedad significaba discurso, investigación sobre las cosas del pasado. Tenemos el ejemplo de Tucídides, quien fue testigo de la purificación de Delos, isla famosa por el templo de Apolo, ocurrida en el año 426 adne, en la que se desenterraron las tumbas y se transportaron a otras localidades de la isla. El historiador griego observó que más de la mitad correspondían a los carios, a los que se reconocía por la forma de las armas con ellos enterradas y de la sepultura que aun se practicaba (Autor anónimo, 1985). De esta manera, vemos que historia y arqueología aparecen ligadas en tiempos remotos, justo como ahora.
 
Figura 11. Vasija griega con asas en forma de volutas.

Llegamos entonces a otra problemática: si la arqueología no es un invento contemporáneo –lo que sí son contemporáneas son las técnicas que actualmente utiliza-, podemos también preguntarnos si en nuestro territorio, en épocas más antiguas a la Colonia, se pudo haber practicado. En otras palabras: ¿Es posible hablar de arqueología en la época prehispánica? ¿Qué ejemplos podemos encontrar que nos sugieran algún interés arqueológico?
Bernal nos proporciona un ejemplo de coleccionismo prehispánico: “el de la gran ofrenda de Tres Zapotes, que contuvo una variedad de objetos de diferentes épocas sugiriendo un móvil de coleccionismo (Drucker 1955:66, citado en Bernal 1979:19)”. Parece más clara una visión histórica de los pobladores antiguos, presente en: a) las estelas mayas de Piedras Negras, que conmemoran la sucesión y los nombres de los señores que allí reinaron, b) la piedra de Tizoc, que ensalza las conquistas de ese emperador, (Bernal 1979:19) y c) los Murales de Bonampak y Cacaxtla que narran eventos de trascendencia regional como encuentros y guerra entre etnias diferentes. Entonces, si existió un sentido histórico entre las sociedades prehispánicas, ¿no habría también un sentido arqueológico?
Matos (1993:64) nos informa que se han localizado más de 40 piezas teotihuacanas entre las ofrendas del Templo Mayor de Tenochtitlán, junto con piezas aztecas y de otras áreas controladas militarmente por los mexicas. Los aztecas excavaron en Teotihuacan y como puede leerse en La leyenda de los soles (Velázquez 1945), ubicaron sus orígenes en ese lugar, por lo que echaron mano del pasado como justificación de su presente.

Conclusión
Hemos visto que la arqueología es una práctica mucho más antigua de lo que habíamos estado dispuestos a aceptar. La arqueología es un esfuerzo más de los grupos humanos por comprenderse a sí mismos. Se distingue de otras búsquedas por el énfasis dado a las relaciones que se establecen entre los artefactos, los materiales de la naturaleza y las sociedades. En este ensayo, se han ubicado los inicios de la arqueología contemporánea en los primeros días de la Colonia. No obstante, quedan en la oscuridad los orígenes de las primeras arqueologías. Para saber más sobre ellas, será necesario recurrir a la arqueología misma. Entonces… seremos un poco más sabios.
En palabras de David Strug:
“La historia es sólo útil cuando nos explica el pasado al mismo tiempo que nos da una visión del futuro”. 


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Figura 12. Las Labradas, Sinaloa

No hay diferencia entre narco, burguesía y élites

  Raúl Zibechi Tomado de La Jornada , Viernes 14 de noviembre de 2014. Propongo que dejemos de hablar de narco (narcotráfico o tráfico de dr...