Raúl Zibechi
Tomado de La Jornada, Viernes 14 de noviembre de 2014.
Propongo
que dejemos de hablar de narco (narcotráfico o tráfico de drogas) como
si fuera un negocio distinto a otros que realizan las clases dominantes.
Atribuir los crímenes a los narcos contribuye a despolitizar el debate
y desviar el núcleo central que revelan los terribles hechos: la alianza entre
la élite económica y el poder militar-estatal para aplastar las resistencias
populares. Lo que llamamos narco es parte de la élite y, como ella, no
puede sino tener lazos estrechos con los estados.
La
historia suele ayudar a echar luz sobre los hechos actuales. La piratería, como
práctica de saqueo y bandolerismo en el mar, jugó un papel importante en la
transición hegemónica, debilitando a España, potencia colonial decadente, por
parte de las potencias emergentes Francia e Inglaterra. La única diferencia
entre piratas y corsarios es que éstos recibían “patentes de corso”, firmadas
por monarcas, que legalizaban su actuación delictiva cuando la realizaban
contra barcos y poblaciones de naciones enemigas.
Las potencias
disponían así de armadas adicionales sin los gastos que implicaban y conseguían
debilitar a sus enemigos “tercerizando” la guerra. Además, utilizaban los
servicios de los corsarios sin pagar costos políticos, como si los destrozos
que causaban fueran “desbordes” fuera del control de las monarquías, cuando en
realidad no tenían la menor autonomía de las élites en el poder. La línea que
separa lo legal de lo ilegal es tenue y variable.
Encuentro
varias razones para dejar de considerar a los narcos como algo
diferente de la burguesía y del Estado.
La primera,
es histórica. Es bien conocido el caso de Lucky Luciano, jefe de la
Cosa Nostra preso en Estados Unidos. Cuando las tropas estadunidenses
desembarcaron en Sicilia, en 1943, para combatir al régimen de Mussolini,
contaron con el apoyo activo de la mafia. El gobierno de Estados Unidos había
llegado a un acuerdo con Luciano, por el cual éste movilizó a sus partidarios a
favor de los aliados a cambio de su posterior deportación a Italia, donde vivió
el resto de su vida organizando sus negocios ilegales.
Los mafiosos
eran, además, fervientes anticomunistas, por lo que fueron usados en el combate
a las fuerzas de izquierda en el mundo y como fuerza de choque contra los
sindicatos estadunidenses.
En
segundo lugar, la superpotencia utilizó el negocio de las drogas en su
intervención militar en el sureste de Asia, en particular en la guerra contra
Vietnam. Pero también a escala local, en el mismo periodo, para destruir al
movimiento revolucionario Panteras Negras. En ambos casos la CIA jugó un papel
destacado. Sobre estos dos primeros puntos hay decenas de publicaciones, lo que
hace innecesario entrar en detalles.
En
tercer lugar, Colombia ha sido el principal banco de pruebas en el uso de las
bandas criminales contra las organizaciones revolucionarias y los sectores
populares. Un informe de Americas Watch de 1990 establece que el cártel de
Medellín, dirigido por Pablo Escobar, atacaba sistemáticamente a “líderes
sindicales, profesores, periodistas, defensores de los derechos humanos y
políticos de izquierda, particularmente de la Unión Patriótica” (Americas
Watch, La guerra contra las drogas en Colombia, 1990, p. 22).
A
renglón seguido destaca que “los narcotraficantes se han convertido en grandes
terratenientes y, como tal, han comenzado a compartir la política de derecha de
los terratenientes tradicionales y a dirigir algunos de los más notorios grupos
paramilitares”.
Este
es el punto clave: la confluencia de intereses entre dos sectores que buscan
enriquecerse y mantener cuotas de poder, o adquirir más poder, a costa de los
campesinos, los sectores populares y las izquierdas. Todo indica que la
experiencia colombiana –en modo particular, la alianza de los narcos y
los demás sectores de las clases dominantes– está siendo replicada en otros
países como México y Guatemala, y está disponible para aplicarla donde las
élites globales lo crean necesario. De más está decir que esto no podía hacerse
sin el concurso de la agencia “antidrogas” estadunidense, así como de sus
fuerzas armadas.
En
cuarto lugar, hace falta comprender que el negocio de las drogas forma parte de
la acumulación por desposesión, tanto en su forma como en su contenido.
Funciona como una empresa capitalista, como “una actividad económica racional”,
como concluye el libro Cocaína & Co., de los sociólogos
colombianos Ciro Krauthausen y Luis Fernando Sarmiento (Tercer Mundo Ediciones,
1991). Tiene algunas diferencias con los demás negocios capitalistas, sólo por
tratarse de una actividad ilegal.
La
violencia criminal, considerada a veces como demencial, es el argumento que
suelen utilizar los medios y las autoridades para enfatizar los aspectos
especiales del negocio de las drogas. Es tan falso como lo sería atribuir un
carácter criminal al cultivo y comercialización de bananas porque en diciembre
de 1928 fueron asesinados mil 800 huelguistas que trabajaban en la United Fruit
Company en la Ciénaga de Santa Marta, norte colombiano. Algo similar podría
atribuirse al negocio minero o al petrolero, manchados de sangre en todo el
mundo.
El
negocio de las drogas está en sintonía con la financierización de la economía
global, con la cual confluye a través de los circuitos bancarios donde se lavan
sus activos. Es bueno recordar que durante la crisis de 2008 el dinero del narco
mantuvo la fluidez del sistema financiero, sin cuyos aportes hubiera
padecido un cuello de botella que habría paralizado buena parte de la banca.
Por
último, eso que mal llamamos narco tiene exactamente los mismos
intereses que el sector más concentrado de la burguesía, con la que se
mimetiza, que consiste en destruir el tejido social, para hacer imposible e
inviable la organización popular. Nada peor que seguir a los medios que
presentan a los narcos como forajidos irracionales. Tienen una
estrategia, de clase, la misma a la que pertenecen.