Víctor Manuel Ovalle Hernández
Profesor de la Escuela Nacional
de Antropología e Historia (ENAH)
En
los últimos años, particularmente en el pasado proceso electoral de 2018, en
que ganó la presidencia de México el político tabasqueño Andrés Manuel López
Obrador, ha aflorado una creencia en el imaginario social -principalmente entre
los seguidores de este dirigente, tanto en los foros de discusión como en las
redes sociales-: que se puede cambiar la situación de degradación social del
país, sustituyendo a los “malos” por “buenos políticos”. Los malos, los que
violentaron, traficaron, robaron, asesinaron y dejaron al país “en ruinas”; los
buenos, los que prometen gobernar con honestidad y han desafiado con
perseverancia a los primeros.
Esta
noción, aprendida a través de los libros de texto de historia política de
nuestro país, en las que se resalta el papel de los personajes heroicos y no el
de las masas de trabajadores y campesinos en la conformación del
Estado-nacional, se acompaña de otras ideas complementarias:
Que
el espacio primordial de los ciudadanos en la política son las elecciones y el
espacio de los políticos es el gobierno. Esta dicotomía ciudadanos/gobierno,
contribuye a preservar la escasa conciencia política de la población; impide
que las personas confronten con argumentos sólidos -a partir de la reflexión
crítica de textos, discursos, declaraciones-, las ideas de sus oponentes y de
sus mismos candidatos, recurriendo a descalificaciones e insultos y
reproduciendo argumentos simplistas del tipo: que en el gobierno se ha
enquistado un grupo de políticos: “la mafia en el poder”, que son los responsables
de la corrupción, por lo tanto, si se quita a este grupo, desaparece la
corrupción. La oposición ciudadanos/gobierno no deja otra opción a los
seguidores más que seguir con lealtad a su dirigente y confiar en que sus
decisiones serán sensatas y no los traicionará y es también responsable de que
una considerable cantidad de población vea la autoorganización independiente
para gestionar sus demandas como algo extraño y a la vez lejano. Para ser más
claros, este manejo de la política despolitiza y desmoviliza a los
trabajadores.
Otra
idea con popularidad ha sido que “México ya despertó”, tras décadas de
sometimiento por parte de un partido en el poder, ignorando con ello, la
tradición de lucha obrera, campesina y popular que ha sido constante durante el
último siglo. Esta creencia –que es sólo eso- bien pudo aparecer durante el
Movimiento estudiantil de 1968, en las movilizaciones populares tras los sismos
de 1985, en los mítines de Cuauhtemoc Cárdenas de 1988, durante el alzamiento
zapatista de 1994, en la lucha nacional del Movimiento #Yosoy 132 de 2012 y en
las manifestaciones por la aparición con vida de los 43 estudiantes de
Ayotzinapa.
Asimismo,
subyace la idea de que el poder político subordina al poder económico y que por
lo tanto, un liderazgo honesto puede cambiar las condiciones materiales de
precariedad, miseria y pobreza de la mayoría de la población. Esta
creencia no considera que la economía de nuestro país ha estado abierta y
dominada por los monopolios trasnacionales: empresariales y financieros
–utilizando prácticas y políticas legales e ilegales-, cuando menos durante los
últimos 30 años. De esta manera, el Estado y la política, asumen el papel de
garantizar que las inversiones fluyan para obtener una alta tasa de ganancia,
enfrentando los menores obstáculos posibles, mediante la eliminación de
aranceles, la creación de infraestructura, comunicaciones y la facilitación de
territorios, fuentes de energía, recursos naturales y fuerza de trabajo dócil y
barata, aun y cuando tengan que modificar leyes constitucionales, comprar,
engañar, amenazar, despojar, desplazar poblaciones y reprimir las resistencias.
En
realidad, el poder político es una expresión del poder económico y por lo tanto
queda subordinado a éste. En una sociedad capitalista dividida en clases
sociales, el Estado (que incluye al gobierno y demás instituciones) representa
los intereses de la clase dominante: la burguesía. No es un órgano que actúe
como mediador en los conflictos que surgen entre capitalistas y trabajadores, ni
un ente que promueva el bien común, sino el instrumento político que permite
garantizar la acumulación constante de riqueza a la burguesía nacional y
extranjera, por lo que la forma en que los trabajadores podrían transformar sus
condiciones de vida, es apropiándose de los medios de producción y estatizando
las empresas estratégicas de la economía nacional. Sólo así, cambiaría el
carácter del Estado.
En
declaraciones a la prensa, el entonces candidato López Obrador declaraba que se
respetarían las inversiones y que no se realizarían expropiaciones de ningún
tipo, y en su primer discurso como presidente electo en el hotel Hilton, dejó
claro a quien serviría: “Habrá libertad empresarial… En materia económica, se
respetará la autonomía del Banco de México; el nuevo gobierno mantendrá
disciplina financiera y fiscal; se reconocerán los compromisos contraídos con
empresas y bancos nacionales y extranjeros
(https://www.youtube.com/watch?v=sdDupiegQrU)”.
En
síntesis, el complejo de creencias que hemos comentado, se ubica en la esfera
de la moral y la política – o superestructura ideológica- y no trasciende a la
estructura económica, por lo que constituye una cortina de humo, que impide ver
que el problema real no es la corrupción, sino la explotación que realizan unas
cuantas familias privilegiadas con el trabajo ajeno de millones de seres
humanos a nivel planetario, para acumular riqueza material indefinidamente.