La duda es enemiga de la fe.
El
nombre de la rosa.
Víctor Manuel Ovalle Hernández
Figura 1. Tetzcutzinco, Estado de
México. José Alfredo Hernández Salgado.
El
presente artículo expone las principales posiciones en torno a los inicios de
la arqueología mexicana. Se plantea la existencia de dos tradiciones
arqueológicas: una basada en los esfuerzos personales de investigadores con
formación intelectual diversa y otra más reciente, institucionalizada, con
fuerte sustento en la técnica. Se reflexiona sobre el papel de la tradición en
la preservación del conocimiento, y el de la ciencia que duda de los saberes
existentes y explora diversas posibilidades explicativas. Por último, se
analizan las condiciones históricas que hicieron posible la aparición de la
arqueología en nuestro país.
Publicado originalmente en Arqueología, no. 33, Revista del Instituto Nacional de Antropología e Historia, Segunda época, mayo-agosto de 2004, pp. 72-90.
Publicado originalmente en Arqueología, no. 33, Revista del Instituto Nacional de Antropología e Historia, Segunda época, mayo-agosto de 2004, pp. 72-90.
¿Cuándo surgió la arqueología en
México? Ubicar los orígenes de nuestra disciplina trasciende el interés
intelectual. Se enmarca en la necesidad de comprender lo que hemos sido y lo
que podemos llegar a ser como disciplina profesional y diferenciada. Es la
manera de visualizar objetivos epistemológicos sólidos, que puedan ser
dirigidos consistentemente. De esta forma, podemos llegar a comprender nuestra
identidad como arqueólogos y lo que nos hace afines y diferentes a otros especialistas.
En el año 1990, la dirección del
INAH conmemoró los 200 años de la arqueología mexicana. No obstante, subsisten en
el ámbito arqueológico diversas posturas en torno a los orígenes de esta
disciplina. El objetivo de este trabajo es revisar lo que se ha pensado sobre
el tema y contribuir a precisar el esquema de desarrollo histórico de la arqueología
mexicana.
La posición predominante acerca de
los inicios de la arqueología en México es la que relaciona su surgimiento con
la adopción de métodos y técnicas propios de las ciencias naturales.
Aquí encontramos a Eduardo Noguera (1975:39-43),
quien consideraba que la arqueología verdaderamente científica se inició en
México en 1910, con la fundación de la Escuela Internacional
de Arqueología y Etnología Americanas (EIAEA), en la que se llevaron a cabo “investigaciones
que se consideran fundamentales para la arqueología mexicana”. Señaló que estas
primeras investigaciones dieron origen a la arqueología moderna, de la que él
fue un notable partícipe. Para el desaparecido arqueólogo, la utilización de
métodos y técnicas adecuados, fue la condición necesaria para el surgimiento de
esta arqueología.
Jaime Litvak (2000:17,25) relacionó
la adopción del método científico con la constitución formal de la arqueología.
Aunque reconoció en ella varios orígenes, uno de ellos localizado desde el
siglo XVIII, “en la perenne lucha entre ciencia y religión, cuando ambas se
negaban mutuamente”. Pensaba que la definición general de la arqueología se
logra en el siglo XIX, cuando se acepta que era una forma de estudiar el
pasado, pero, que a diferencia de la historia, no se apoyaba en el registro
escrito de los hechos, sino en los objetos de cultura material, las cosas que
quedaban de la antigüedad:
La
arqueología mexicana comenzó con algunos visos de sistemática desde el siglo
XVIII. Hubo desde luego, atracción por el pasado indígena desde la conquista
europea en el siglo XVI, pero no fue sino hasta el siglo de las luces cuando se
pudo intentar como una actividad puramente científica e investigativa. Varios
exploradores interesados, entre los que se contaban las mentes más brillantes
del país, visitaron zonas arqueológicas y describieron piezas de las culturas
indígenas, con un espíritu de anticuarios parecido al que se desarrollaba en
Europa en la misma época (Litvak 2000:144).
De esta manera, al adoptar la
sistematización propia del método científico, el sustento metodológico se adquiere
en las ciencias naturales y su base teórica en el enfoque evolutivo.
Leticia González (2001:48-49) comparte
esta posición; argumenta que la arqueología se concentraba en la exploración,
restauración y estudio de las grandes zonas monumentales, pero sin tratarse aun
de una disciplina científica. Esta llegó al introducir métodos y técnicas de
obtención del material arqueológico y análisis de datos muy rigurosos. Además
de la obligación de trabajar con especialistas tales como edafólogos, geólogos,
geomorfólogos, palinólogos, paleozoólogos. El estímulo intelectual fue generado
por los prehistoriadotes Don Pablo Martínez del Río con Los orígenes americanos (1936) y la tenacidad de José Luis Lorenzo,
quien se empeñó en obtener la infraestructura necesaria para realizar los
estudios sobre la antigüedad del hombre en México.
En una posición extrema
se ubica Manuel Gándara, quien en su tesis de Maestría, publicada en forma de
libro años más tarde (1992), señala que la arqueología nacional no ha adquirido
aun el carácter de ciencia:
El
resultado fue lo que hemos llamado “conglomerado de protoparadigmas de la
arqueología tradicional”, en que conviven intentos dispares, abortivos, de
varios paradigmas que quedaron incompletos, y que crecían aglutinándose en su
retórica, sin reconocer su divergencia ni su estado crítico (Gándara 1992:34).
El autor se embarca
en una reflexión crítica de la institucionalidad arqueológica, de la que
concluye que se debe contar con métodos y fines comunes que hagan posible la
unidad entre teoría y práctica en la arqueología:
Para
cumplir la esperanza de la disciplina de convertirse en ciencia, no vemos otra
alternativa que la adopción explícita del método científico; esto significa una
reorientación de la investigación hacia problemas explicativos, no sólo de
dicho sino de hecho (Gándara 1992:64).
Aporta el
arqueólogo una obra de gran talento y agudeza teórica difícil de superar.
Por su parte, Ignacio
Bernal (1979), profundo conocedor de la tradición histórico-arqueológica,
delimitó la frontera del trabajo propiamente arqueológico: la utilización del método estratigráfico,
que en el norte de Europa se venía desarrollando desde la década de 1840 (ver
detalles en Trigger, 1992:cap. 3) y llega a México hasta la segunda década del
siglo XX, introducido por Franz Boas, en ese entonces director de la Escuela Internacional
de Arqueología y Etnología Americanas, quien encomendó a Manuel Gamio llevar a
cabo investigaciones para determinar la primera sucesión cultural que se
registra en San Miguel Amantla, municipio de Azcapotzalco en 1913. (Gamio 1986:35).
Este punto de vista lo compartió Joaquín
García-Barcena (s/f:7,10,12), quien pensaba que sólo a partir de 1910 empieza a
ser importante el influjo de las ciencias naturales en la arqueología de México,
cuando se adopta la excavación estratigráfica. Planteó, asimismo, que nuestra
arqueología comienza a diferenciarse en las primeras décadas del siglo XIX, a
partir de antecedentes que pueden trazarse desde el siglo XVI.
De ser cierto que la adopción del
método científico o la estratigrafía definen a la arqueología -como plantearon
los anteriores autores-, tendríamos que aceptar que esta disciplina es
solamente una técnica (o un método).
Puede convenirse, en dado caso, que
el método impacta una época de la arqueología: la más reciente, en la que el
desarrollo tecnológico potencia la investigación en forma antes inimaginable,
pero que no puede definir a la arqueología en su totalidad, la cual se edifica
a partir de la necesidad de conocer quiénes fueron los pueblos que nos
antecedieron. Por otro lado, el método científico no es propio de alguna
ciencia en particular, proviene de las ciencias de la naturaleza; y la
estratigrafía se desarrolla inicialmente en la geología y actualmente es compartida
por la paleontología y la arqueología, por lo que si alguna disciplina definiera, sería a la primera.
Desde mi punto de
vista, la arqueología no puede definirse por el método porque los arqueólogos
no sólo excavan, recuperan piezas y las analizan en laboratorio, sino que
también observan, se hacen preguntas, buscan y contrastan la información. La
arqueología adquiere el rango de ciencia, no por tomar la metodología de las ciencias naturales introducida por el
positivismo; tampoco por hacer clasificaciones, elaborando series con los
artefactos; ni por utilizar la estadística como auxiliar para encontrar y
demostrar patrones y tendencias en los hallazgos; no por la utilización de la
cartografía aérea después de la Segunda Guerra Mundial o por la integración de la
física atómica (técnica de radiocarbono); ni últimamente por las técnicas de
prospección, la utilización de los sistemas de información geográfica (sig) y
los modelos en computadora. Son todas ellas técnicas y procedimientos que
optimizan la obtención, clasificación y análisis de datos, que permiten mejorar
la percepción del investigador, pero que sólo adquieren sentido a partir de una
problemática histórico-social planteada desde un enfoque o posición teórica.
Figura 2. Registro gráfico de piezas arqueológicas.
Foto de Alejandro Bautista INAH. tomada de: http://arqueologia.inah.gob.mx/?p=1878
La arqueología es parte de la ciencia porque formula
preguntas desde diversos marcos teóricos, que contrasta con los referentes
observables, surgiendo de esta relación afirmaciones, nuevas preguntas e
implicaciones teóricas.
Es el mismo Bernal quien subrayó el carácter científico de la Arqueología:
Es el mismo Bernal quien subrayó el carácter científico de la Arqueología:
Entiendo
que la arqueología es la búsqueda científica que trata de descubrir y estudiar
los restos materiales de pueblos pasados, para conocer la conducta humana a
través de los artefactos producidos por su mente y por sus manos (Bernal 1979:10).
Y
es por esta razón, por la que el arqueólogo se traslada hasta los primeros días
de la época colonial para rastrear los orígenes de nuestra disciplina.
Figura 3. Celebración de la primera misa en México.
Tomada de: https://quijotediscipulo.wordpress.com/2013/06/13/sintesis-de-la-historia-de-la-iglesia-catolica-en-mexico/
Los autores citados invocan a la
sistematización y rigurosidad en el manejo de los datos, como características
definitorias de la denominada arqueología científica. Sin embargo, una revisión
más detallada puede mostrarnos que estos elementos ya estaban presentes en
exploraciones y estudios en épocas previas: el informe del capitán Antonio del
Río sobre Palenque de 1787, una descripción minuciosa de los edificios y las
piezas encontradas que fue acompañado de un cuerpo gráfico de 25 láminas. Del
Río aseguró en su informe que no quedó “[…] ventana, ni puerta tapiada, ni
cuarto, sala, corredor, patio, torre, adoratorio y subterráneo en que no se
hayan hecho excavaciones de dos y más varas de profundidad” (Navarrete 2000:26-27);
los estudios minuciosos de Don Antonio León y Gama, el “primer arqueólogo
mexicano”, sobre las 2 piedras, la Coatlicue y la Piedra del Sol, que fueron
registrados en una obra de gran sabiduría (León y Gama 1990); las exploraciones
de John Lloyd Stephens y Frederick Catherwood a territorio maya, quienes
concluyeron que fueron los mayas los propios constructores de los edificios
prehispánicos, señalaron la unidad cultural maya utilizando los jeroglíficos, ensayaron
la etnografía, recogieron datos
lingüísticos, realizaron mapeos, descripciones, excavaron sitios, discutieron
la técnica de techar bóvedas y estaba patente en ambos el concepto de
monumento-documento, que es la base de la arqueología, si entendemos documento
como resto del pasado (Bernal 1979:108-113); los viajes de Désiré Charnay a
nuestro país, quien utilizó una bibliografía muy amplia, introdujo la cámara fotográfica
en las exploraciones y concibió la unidad cultural de lo que posteriormente se
consideraría Mesoamérica (Bernal 1979:113-114). Además de la descripción
arqueológica de los edificios mayas, se preocupó por realizar la etnografía de
las poblaciones que iba visitando (Charnay 1992).
Figura
4. Frederick Catherwood_1844_General View of Las Monjas at Uxmal_The Division
of Anthropology, Amer4
Si la minuciosidad –reclamada por el
positivismo- en el tratamiento de los datos ya estaba presente en épocas
anteriores, cabe entonces preguntarse que cambios reales hubo con el
advenimiento de las ciencias naturales a la arqueología.
Observamos un desentendimiento de las crónicas históricas, de los debates sobre los mitos de migraciones de los antiguos mexicanos, las vivencias, las percepciones personales, los relatos de viaje, las conjeturas, las interpretaciones generales, lo literario, lo anecdótico, y toda la tradición arqueológica fundamentada en el humanismo de la época, pero que el positivismo desestimó ubicándola en el terreno de la metafísica. Se puso el énfasis en la descripción de los contenidos empíricos y se inhibió la interpretación de los mismos.
Observamos un desentendimiento de las crónicas históricas, de los debates sobre los mitos de migraciones de los antiguos mexicanos, las vivencias, las percepciones personales, los relatos de viaje, las conjeturas, las interpretaciones generales, lo literario, lo anecdótico, y toda la tradición arqueológica fundamentada en el humanismo de la época, pero que el positivismo desestimó ubicándola en el terreno de la metafísica. Se puso el énfasis en la descripción de los contenidos empíricos y se inhibió la interpretación de los mismos.
Los autores positivistas de finales del siglo XIX y principios del siglo
XX, recopilaron infinidad de datos e intentaron clasificarlos, publicaron obras
importantes acerca de las zonas arqueológicas conocidas de la época, obtuvieron
fondos directamente del Estado para sus investigaciones y aportaron
el modelo de investigación para fundar la arqueología profesional. A cambio, despojaron
a las ciencias sociales de su ropaje teórico.
No
es mi interés definir dentro de la corriente positivista a los autores citados,
pero sí ubicar de dónde proceden los discursos en cuestión y señalar las
inconsistencias localizadas. En última instancia, la arqueología mexicana es más
ecléctica de lo que pensamos. Así, se puede hablar de una tradición
arqueológica que se reproduce idealmente a través de la conservación de un
núcleo duro de principios histórico-culturales, entre los que sobresale
Mesoamérica, y un cinturón protector de conceptos secundarios tomados de las
teorías rivales con los que se reformulan las anomalías periféricas que
enfrenta su actividad (Vázquez 1996:26-27).
Desde otro enfoque, la dirección del
Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), a cargo de Roberto García
Moll, eligió el año de 1990 para conmemorar los “200 años de arqueología
mexicana”. Quedó asentado en ese entonces, que la práctica arqueológica en
nuestro país se inició con el descubrimiento de las 2 piedras –las esculturas de la Coatlicue y la Piedra del Sol-, que tuvo
lugar durante las obras de nivelación de la Plaza Mayor en 1790. De
esta manera, las celebraciones comenzaron a partir del 13 de agosto, con
exposiciones en 29 estados de la
República, mesas redondas, reediciones facsimilares de obras
clásicas, la emisión internacional de una estampilla postal y de un sello
alusivo, así como la proyección mundial de un largometraje (Armendáriz
1990:4-5).
Se habló entonces de la nueva actitud
ante el patrimonio prehispánico a partir del hallazgo; de la “primera”
publicación de carácter arqueológico: la de León y Gama; que dicho estudio fue
resultado de la formación intelectual y del compromiso histórico y político
asumido por los criollos de acuerdo con la filosofía de la ilustración
(Navarrete 2000:8-9). Aunque Carlos Navarrete no está de acuerdo en tomar el
descubrimiento de las 2 piedras como
punto de partida para la arqueología mexicana y lamenta que las autoridades
centrales no tomaran en cuenta las exploraciones a Palenque que se llevaron a
cabo a partir de 1784:
Omisión
injustificada tratándose de un descubrimiento fundamental… que puede oponerse
con dignidad a la fecha oficialmente consagrada… las expediciones palencanas no
fueron casuales; obedecieron a los afanes de pensadores locales igualmente
ilustrados, surgidos en un entorno social con matices diferentes, modelados por
una educación superior de larga tradición, con contactos culturales propios al
exterior, y también en la dolorosa confrontación con el abandono y atraso
social de los pueblos. Poseedores de un pensamiento político que pugnaba por
los mismos derechos que trataban de lograr los criollos del centro de la Nueva España,
cultivaban iguales sentimientos nacionalistas y quizá doblemente, pues tanto
impugnaban los privilegios de los peninsulares, como la discriminación hacia
los nacidos en las provincias de parte de las autoridades centralizadas en la
capital del virreinato (Navarrete 2000:11).
Es entendible que una institución
que cuenta entre sus objetivos el de fortalecer la identidad nacional, propio
de un Estado que se autoproclama legítimo depositario de la herencia ancestral,
genere su propio mito fundador a través de un evento de trascendencia
histórica, hecho que en su momento funcionó como un presagio del fin de la
época colonial y el advenimiento de la etapa republicana, significando también
el resurgimiento de la cultura indígena que hasta ese entonces se había
intentado suprimir.
José Luis Lorenzo (1998:93) coincide
con Navarrete sobre la temporalidad de los primeros trabajos de corte arqueológico:
La
arqueología en México se inicia a fines del siglo XVIII, cuando Carlos III,
quien antes de ascender al trono español, fue rey de Nápoles, por lo que estaba
familiarizado con la arqueología romana, tanto que ordenó excavaciones en
Herculano y Pompeya y sería el responsable de los primeros trabajos
arqueológicos en América. Éstos dentro de la ideología de la época: escultura y
arquitectura. Un ejemplo de esto son los trabajos realizados en Palenque,
Chiapas en 1785 y 1786, por el capitán Antonio del Río y el arquitecto Antonio
Bernasconi.
Es pues Carlos III un notable ilustrado,
comprometido con las inquietudes por el saber de su época:
El amor
por las bellas artes y en especial por las antigüedades que se despierta y
afianza en los años transcurridos en Nápoles en el ánimo de don Carlos de
Borbón es, en mi opinión, responsable en gran medida del nacimiento y
desarrollo de la arqueología en general y particularmente de la arqueología del
Nuevo Mundo. Pero no podemos hacer tal afirmación sin tener en cuenta el
significado del espíritu y la ideología de la ilustración en la personalidad de
Carlos III y en el mundo metropolitano y colonial de su tiempo… Por último, la
expulsión de los jesuitas, intencionalmente o no, vino a favorecer la expansión
en tierras americanas de las modernas tendencias filosóficas que, ante la
ausencia de la compañía, que había constituido una verdadera muralla defensiva
de los principios tradicionales del poder colonial, avanzaría de manera
fulminante entre los miembros de la minoría intelectual de la colonia (Alcina
1991:330).
Vista así la arqueología de este
momento histórico, formó parte del complejo de ideas y prácticas filosófico-políticas,
destinadas a socavar la hegemonía política de la tradición católica, apuntalada
en los latifundios y allanar el camino al Capitalismo emergente, que en su
modalidad revolucionaria se inclinó por el conocimiento sensible.
El ímpetu de la Ilustración, que animó el interés por el pasado en la Nueva España, se diluye en la conspiración y la efervescencia política que anteceden a la Guerra de Independencia y continuarán manifestándose en los años posteriores, generando durante medio siglo una inestabilidad social crónica, que mantuvo la búsqueda del conocimiento subordinada a las luchas de poder.
Figura
5. Litografía en La
Ilustración mexicana, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1851.
Museo Arocena, Torreón, Coahuila, México.
Los orígenes de la arqueología en
México pueden también ser ubicados en una fecha tan temprana como 1680, en la
exploración que realiza Don Carlos de Sigüenza y Góngora a Teotihuacan
(Schalvelzon 1982). Y aunque no se conoce algún escrito de este sabio jesuita mexicano
al respecto, se cuenta con una referencia de Lorenzo Boturini -seguidor de
Sigüenza- quien habla de la pirámide del Sol:
Era este
cerro en la antigüedad perfectamente cuadrado, encalado y hermoso, y se subía a
su cumbre por unas gradas que hoy no se descubren por haberse llenado de sus
propias ruinas y de la tierra que le arrojan los vientos, sobre la cual han
nacido árboles y abrojos. No obstante estuve yo en él y le hice por curiosidad
medir; y, si no me engaño, es de doscientas varas de alto. Asimismo mandé
sacarlo en mapa, que tengo en mi archivo, y rodeándolo vi que el célebre don
Carlos de Sigüenza y Góngora había intentado taladrarlo, pero halló
resistencia. Sábese que está en el centro vacío… (Boturini 1974:52).
Observamos entonces que en fechas
correspondientes a la etapa de la consolidación colonial, ya se exploraban los
antiguos edificios prehispánicos, se indagaba sobre su origen e incluso se
excavaba. Es decir, se hacía lo que hoy se acepta como práctica arqueológica.
Se sabe que Sigüenza coleccionaba
documentos antiguos. De su lectura cuidadosa seguramente surgieron inquietudes,
que para el caso de Teotihuacan intentó resolverlas realizando una o quizá
varias excavaciones.
De vuelta a Bernal, quien consideraba
que nuestra disciplina tiene un origen muy temprano:
La
arqueología empieza con el anticuario como lo consideramos hoy, o sea el
prearqueólogo, que busca los objetos más bien por su belleza o como curiosos y
extraños sobrevivientes del pasado. En ocasiones tiene finalidades políticas,
religiosas o simplemente comerciales. Se puede decir que anticuario es el
arqueólogo antes de la utilización del método estratigráfico, la idea de
establecer periodos de tiempo y de considerar objetos como parte de una cultura
pasada, siendo ella y no las cosas el sujeto de investigación… Mientras el
anticuario de antes trabajó más bien en la tradición bíblica, el arqueólogo de
hoy lo hace sobre todo en el mundo de la evolución (Bernal 1979:7-8).
Don Ignacio tenía
en mente a la arqueología europea, en donde el coleccionismo de piezas antiguas
estuvo ligado al ascenso de las monarquías, la ruptura con el catolicismo y su identificación
con el pasado grecorromano, propio del Renacimiento. Pero en México, la
situación fue diferente, los colonialistas españoles se dedicaron a destruir la
cultura material de los pueblos originarios para intentar imponer la propia.
Esto anula la posibilidad de que hubiera un aprecio por los objetos antiguos durante
la mayor parte del tiempo de vida colonial, que de acuerdo con la ideología
religiosa peninsular procedían del error, el engaño, la idolatría y la herejía.
No obstante, afloran ejemplos, no de coleccionismo, sino de auténtica arqueología
como a continuación veremos.
Los
inicios de la arqueología
Es
en el siglo XVI cuando encontramos los inicios de la práctica arqueológica en
nuestro país. Bartolomé de las Casas en sus escritos de la década de 1550,
publicados 300 años después como Apologética
historia... e historia de las Indias, muestra ya un interés arqueológico:
He
visto en estas ruinas de Cibao un estadio o dos en la tierra virgen, en las
llanuras y al pie de algunas colinas, madera quemada y cenizas como si hace
algunos días se hubiera hecho allí fuego. Por la misma razón tenemos que
concluir que en otras épocas el río pasaba cerca de ese lugar, y que allí ellos
hicieron fuego, y que después se retiró el río. Quedó cubierto por la tierra
que las lluvias arrastraron de las colinas. Y debido a que esto no podía haber
ocurrido sino con el paso de muchos años y en tiempos muy antiguos, no hay duda
de que los pobladores de estas islas y continente son bastante antiguos (citado
en Fagan 1984:32).
Estamos ante una
inferencia que surge a partir del análisis de restos materiales -madera quemada
y cenizas-, el observador se pregunta por qué están allí esos restos y concluye
–con una lógica arqueológica- que debieron haber sido hechos en tiempos muy
antiguos.
Figura 6. Bartolomé de las Casas. Tomada de Fagan, 1984.
Otro
ejemplo claro es el de Diego de Landa, el controvertido franciscano quien aprendió maya para predicar a los
indios en su propia lengua. De esta forma, consiguió informantes para estar al
tanto sobre actos de idolatría. Será recordado por el auto de fe de Maní (en
Mérida) en el que fue promotor de tortura severa a indios, caciques,
magistrados y maestros locales, con el fin de conocer los sitios donde se
ocultaba a los ídolos y los nombres de los propietarios de los que consideraba
eran falsos dioses. Su celo religioso lo llevó a la destrucción sistemática de
códices e ídolos mayas. Un hecho paradójico, ya que él mismo hizo una
descripción de la escritura maya que sirvió de base para su posterior
desciframiento. Además su Relación de las
Cosas de Yucatán, publicada por Brasseur de Bourbourg en 1864, es hoy una
obra clásica que detalla la vida indígena, los sitios arqueológicos y las
antigüedades en general (Fagan 1984:47-55).
En
una época en la que se hablaba de la influencia externa para explicar el origen
de los americanos -atribuido a cartagineses, hebreos, atlantes, gigantes, Santo
Tomás, etcétera-, es el mismo Landa quien opina que los indios habían sido los propios
constructores de los edificios localizados:
Hay en
Yucatán muchos hermosos edificios... todos son de piedra muy bien cortada...
Estos edificios no han sido construidos por otras naciones que no hubieran sido
las de los mismos indios; y esto se puede ver en las estatuas desnudas de
piedra que visten prendas de ropa que llaman en su lenguaje ex, así como otras prendas que los
indios usan (actualmente) (Fagan 1984:41).
De
nueva cuenta, reconocemos una inferencia surgida del análisis de antigüedades,
que en este caso se trata de esculturas en piedra. Si bien es cierto, la
búsqueda de estos cronistas se encuentra limitada por la escasez de técnicas y
procedimientos de recolección de datos y por los intereses de la época, está ya
presente la relación fundamental que define a la arqueología: un observador,
que indaga sobre los pueblos desaparecidos y un conjunto de artefactos o
monumentos antiguos de donde emana una deducción o inferencia.
Bernal
(1979:19-20) observa que Fray Bernardino de Sahagún utilizó la arqueología para demostrar que fueron los toltecas los primeros
pobladores:
[los
toltecas]… vivieron primero muchos años en el pueblo de Tullantzinco, en
testimonio de lo cual dejaron muchas antiguallas allí y un cu que llamaban en
indio Uapalcalli… Y de allí fueron a poblar a la ribera de un río junto al
pueblo de Xicotitlán, y el cual ahora tiene nombre de Tulla, y de haber morado
y vivido allí juntos hay señales de las muchas obras que allí se hicieron,
entre las cuales dejaron una obra que está allí y hoy en día se ve, aunque no
la acabaron, que llaman coatlaquetzalli, que son unos pilares de la hechura de
culebra, que tienen la cabeza en el suelo, por pie, y la cola y los cascabeles
de ella tienen arriba. Dejaron también una sierra o un cerro, que los dichos
toltecas comenzaron a hacer y no lo acabaron, y los edificios viejos de sus
casas, y el encalado parece hoy día. Hállanse también hoy en día cosas suyas
primamente hechas, conviene a saber, pedazos de olla, o de barro, o vasos, o
escudillas, y ollas. Sácanse también de debajo de tierra joyas y piedras
preciosas, esmeraldas y turquesas finas… (Sahagún 1956, III:184).
Soustelle
(1988:267) no dudó en nombrar a Sahagún el verdadero padre de la etnología y arqueología
mexicanas, en un acto de justicia para quien se vio forzado a abandonar sus
manuscritos debido a la presión de la jerarquía católica. No obstante, nos legó
una obra de gran importancia –su Historia
General de las cosas de la
Nueva España- en el conocimiento de las culturas prehispánicas y
la valoración del impacto europeo sobre dichas sociedades.
En
este momento histórico en que ciencia y religión aparecen entrelazadas, la
arqueología y el saqueo de objetos antiguos tampoco cuentan con fronteras
definidas:
Por
motivos de simple enriquecimiento se inició desde la expedición de Grijalva,
tanto en la Isla
de Sacrificios como en el río Tonalá (Juan Díaz 1858:298,304), el saqueo de las
tumbas indígenas. Muchas de estas violaciones fueron contemporáneas a la
conquista, pero hubo otras posteriores, como la triste historia de un capitán
Figueroa en Oaxaca, quien tras de reunir mucho oro sacado de tumbas, naufragó
ahogando bienes y vida (Díaz del Castillo 1939, III:127). Estas búsquedas
debieron ser frecuentes, y en varias ocasiones fueron legalmente autorizadas
por el gobierno, como lo demuestra la licencia concedida en 1530 al conde de Osorno,
presidente del Consejo de Indias, para descubrir y abrir entierros durante 20
años. Seis años después se señalaron derechos reales sobre lo descubierto, y,
para colmo, en 1538 Osorno se queja de ese gravamen (Bernal 1979:40).
Se
puede afirmar que arqueología y saqueo han estado presentes en cada una de las
épocas por las que ha transitado México. Ahora bien, el intentar rastrear una época
fundacional para nuestra disciplina conlleva una problemática adicional:
observamos los eventos históricos pero no los procesos sociales, que finalmente
son los que han dado forma a la ciencia contemporánea. Con esta idea en mente,
intentaré a continuación definir las tradiciones arqueológicas que lograron
asentarse en nuestro país.
Figura 7. Museo Arqueológico Colonial de Ocuilan, Estado de México.
Anticuarismo
Figura 11. Vasija griega con asas en forma de volutas.
Se trata de una práctica
cercana a la arqueología en la cual está presente un observador que siente
atracción por los objetos del pasado, los retiene para sí y aunque puede
hacerse preguntas acerca de ellos, no necesariamente se las responde. El
énfasis del anticuario se ubica en la estética del objeto y no en la razón
histórica. Aun cuando los artefactos prehispánicos llegaron a Europa como
curiosidades exóticas y resguardadas junto a colecciones de piezas de origen
diverso, durante el periodo de la Nueva España no existieron condiciones sociales e
ideológicas para sustentar esta práctica, por lo que su aparición debió ser
tardía, seguramente a finales de esta etapa, fomentada por el surgimiento de la
mexicanidad entre criollos y
mestizos, algunos de ellos jesuitas. El “espíritu” de la Ilustración llegó a México a través del
contrabando de libros prohibidos por la Iglesia Católica
y las reformas borbónicas -también de inspiración ilustrada- activaron el
interés por el pasado prehispánico. Viene al caso recordar que el primer museo
de historia natural surge en 1790, que fue antecesor del Museo Nacional, el
cual resguardó las antigüedades a partir de 1825 (Bernal 1979:119-126).
Arqueología
erudita o de saberes
Es la arqueología
que es posible debido a esfuerzos personales que no responden a instituciones especializadas
en esta área del conocimiento, si acaso, el apoyo de sus gobiernos respectivos,
con un interés colonialista, por lo tanto, tampoco existe el arqueólogo como
especialista, sino personajes interesados en el pasado con formación
heterogénea, procedente de diversas áreas del conocimiento: como es el caso de
Bartolomé de las Casas y Diego de Landa de formación teológica; sabios como Don
Carlos de Sigüenza y Góngora, quien fue escritor, coleccionista de
antigüedades, astrónomo, artista, novelista, y arqueólogo; eruditos como John
L. Stephens, caballero, abogado, político, escritor, explorador, aventurero y
arqueólogo; Frederick Catherwood, instruido en las bellas artes, arquitecto,
dibujante, cartógrafo, viajero, explorador y arqueólogo (Cyphers 1988); y
Eduardo Seler graduado en ciencias naturales y filología, viajero e investigador
minucioso de los objetos arqueológicos –interpretó varios códices- y de las
diversas áreas mesoamericanas; representante de la corriente positivista en la
arqueología de México en palabras de Bernal (1979:142), aunque de acuerdo a
Sepúlveda (1988:439), la corriente ideológica que principalmente lo influyó fue
la tradición histórico-cultural alemana.
Encontramos en esta
tradición de la arqueología, a uno o varios observadores, quienes sienten atracción
por los artefactos antiguos, se hacen preguntas sobre los productores, realizan
investigación de campo y construyen inferencias; exhiben gran aprecio por las
crónicas del siglo XVI y los documentos antiguos que constituyen sus fuentes
para ubicar temporalidades; son partícipes de los debates de la época que giran
en torno a los orígenes de los americanos; desarrollan diversas técnicas de
acercamiento a los objetos, e implementan modestas clasificaciones; se alojan
en la antesala de las técnicas de fechamiento y las secuencias culturales.
Arqueología profesional
o institucionalizada
Se trata de la
arqueología como disciplina formal y diferenciada de otras áreas del
conocimiento. Nuevamente encontramos uno o varios observadores quienes sienten
atracción por los objetos del pasado, pero que ahora son profesionales en la
materia, sirven a instituciones especializadas de donde obtienen el
financiamiento para realizar trabajo de campo. Utilizan toda clase de técnicas
y procedimientos como la estratigrafía y la técnica de radiocarbono; la
estadística, la cartografía y la fotografía aérea; las técnicas de prospección,
los sistemas de información geográfica y los modelos computacionales, que hoy es
posible utilizar debido a la organización interna de la disciplina, la cual
gira hoy en torno al Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), que cuenta
con fondos permanentes para investigación y salvaguarda del patrimonio
cultural; personal, instalaciones propias y publicaciones. Estos especialistas
se forman ahora en instituciones de educación superior como la Escuela Nacional
de Antropología e Historia (ENAH) en la Ciudad de México. La institucionalización de la
disciplina ha supuesto generar una reglamentación específica que se ha configurado
a partir de la ley del 11 de mayo de 1897. En ella se declara que todos los
monumentos arqueológicos son propiedad de la nación (Bernal 1979:131).
Figura 8. Zona arqueológica de Cholula, Puebla.
Tomada de
http://bocadepolen.org/web/se-debate-en-la-enah-sobre-la-destruccion-del-sitio-arqueologico-en-cholula/
La construcción de
una nueva tradición arqueológica
Durante el siglo
XIX -que corresponde a la consolidación de los Estados-nación europeos, además
de los Estados Unidos de Norteamérica-, es evidente la necesidad de
institucionalizar la vida pública del México independiente. Sin embargo, la
desorganización social de un país surgido tras la guerra de independencia, inmerso
en la quiebra económica, la falta de comunicaciones entre las diversas regiones
del amplio territorio, los constantes conflictos armados entre los que se
incluyen asonadas militares, golpes de estado, levantamientos indígenas, luchas
por el territorio, bandolerismo y las invasiones norteamericana y francesa, impidieron
la construcción de la patria plenamente.
No obstante, se
registran los primeros intentos de institucionalización de los estudios del
pasado: aparece el Museo Nacional de México en 1825, alojándose en las
instalaciones de la
Universidad y obteniendo su local propio a partir de 1879
(Bernal 1979:126-129). Durante la intervención francesa en nuestro país, en
1864, Napoleón III crea la Comission Scientifique du Mexique de la que
sobresale el trabajo del abate Brasseur de Bourbourg (Bernal 1979:94). Por
estos años se introducen también las primeras sociedades científicas, las
cuales tienen una actividad permanente en el conocimiento de los diversos
aspectos geográficos, estadísticos y antropológicos del territorio nacional;
consiguen fondos para la investigación, producen publicaciones seriadas,
resguardan colecciones arqueológicas y organizan congresos, por lo que están al
día de lo que ocurre en la ciencia de otras latitudes. Con la consolidación de
las sociedades científicas se sustituyen los esfuerzos individuales. De esta
manera, la transición de la arqueología de saberes a la arqueología profesional
es ya un proceso irreversible.
En el paso de una
arqueología a otra aparecen varios eruditos quienes obtienen apoyo estatal para
realizar sus investigaciones o son arqueólogos formados en otros países: Brasseur
de Bourbourg, sacerdote francés, es seducido por la arqueología americana;
investiga en archivos, bibliotecas, colecciones públicas y privadas: Al llegar
a México es nombrado capellán de la
Legación de Francia; entre 1859 y 1860 hace recorridos en México
y Guatemala patrocinado por el Ministerio de la Instrucción Pública;
tradujo el Popol Vuh, publicó la Relación de las cosas de Yucatán de Landa y fue
un asiduo promotor del arte antiguo mexicano en su patria; Désiré Charnay,
quien excava en Tula, Teotihuacan y en las laderas de los grandes volcanes,
consagró su fortuna a la publicación de manuscritos mexicanos ilustrados como el
Codex Borbonicus, el Cospi de
Bologna, el Borgia, el Fejervary-Mayer de Liverpool (Soustelle 1988:271-274; 277-278); Leopoldo
Batres, nacido en México, quien estudió antropología y arqueología en Francia,
regresó a nuestro país y unos años más tarde -en 1884-, fue nombrado inspector
de los Monumentos Arqueológicos de la República en la época en que ya existía una
sección de Arqueología del Museo Nacional (Manrique 1988:244-245). Batres realizó
numerosos trabajos de exploración y a veces de reconstrucción de monumentos,
particularmente en Mitla y Teotihuacan. Con su esfuerzo personal, estos
viajeros y exploradores exhibieron la necesidad de contar con un lugar para la
formación de arqueólogos profesionales que fuera también un centro de
investigación de las disciplinas antropológicas en México, de un mayor alcance que
los cursos que se ofrecían en el Museo Nacional.
Es hasta las
postrimerías del Porfiriato cuando se materializa esta idea con la creación de la Escuela Internacional
de Arqueología y Etnología Americanas (EIAEA), como parte de las celebraciones
por el Centenario de la
Independencia de México. Este centro de investigación
auspiciado por los gobiernos y universidades de Francia, Alemania, Prusia,
Estados Unidos y México, tuvo como directores a Eduardo Seler (1911), Franz
Boas (1911-1912), Jorge Engerrand (1912-1913), Alfred Morston Tozzer
(1913-1914) y Manuel Gamio (1915). En la EIAEA los alumnos poseían una formación
comprobada dentro de las disciplinas antropológicas, eran becarios y provenían
de diversos países. La
Escuela Internacional, inaugurada fastuosamente el 20 de
enero de 1911 en la sala de conferencias del Museo Nacional con la asistencia
del presidente de la
República, su gabinete y el cuerpo diplomático acreditado en
nuestro país, tenía como objetivo lograr el progreso del conocimiento de la
historia remota de América, por medio de la enseñanza y el trabajo de
investigación. Tras 5 años de intensa actividad académica, la EIAEA resiente la
inestabilidad social y económica de un país asolado por la guerra civil, y se
ve orillada a clausurar su proyecto, no obstante los esfuerzos de Gamio por
sacarla a flote. El proyecto de la
Escuela, arropado bajo una mística interdisciplinaria,
incluyó labores de enseñanza y divulgación en el Museo Nacional; el estudio e
interpretación de las piezas del propio museo; temporadas de campo y la
recolección de materiales en zonas arqueológicas en el centro y sur del país;
la formación de una colección de documentos de folclore procedentes de
Pochutla, Milpa Alta y Tehuantepec; los programas de etnología, lingüística y
folklore desarrollados en Oaxaca, Jalisco y Zacatecas; los estudios fonológicos
de Boas, así como la implementación del método estratigráfico para las
investigaciones de la cuenca de México, que mostró la existencia de tres
grandes horizontes o culturas: arcaica, tolteca y azteca; y las publicaciones
de la Escuela,
que se dividían en informes de actividades y anales, sentaron las bases de la
futura profesionalización de los arqueólogos mexicanos (García 1988; Noguera
1951).
Para satisfacer las
demandas sociales y pacificar al país, se reorganiza la administración pública.
Se crea entonces la
Dirección de Estudios Arqueológicos y Etnográficos,
dependiente de la
Secretaría de Agricultura y Fomento. Fundada y dirigida por el
doctor Gamio de 1917 a
1924, se propone estudiar con los métodos de las ciencias sociales, las medidas
prácticas que atacaran los problemas de la población. En 1919 la Dirección cambió su
nombre por el de Antropología, al considerar que se apegaba más a su objeto de
estudio: la población. Está ya presente la idea de desarrollar el país bajo la
perspectiva nacionalista. Esta ideología le permite a Gamio diseñar y llevar a
cabo el célebre proyecto La población del
valle de Teotihuacan con una fructífera visión integral e
interdisciplinaria. Para 1925 Gamio es nombrado subsecretario de Educación
Pública y se lleva la
Dirección de Antropología a esa dependencia, la cual
subsistiría y serviría de base a la conformación del Instituto Nacional de
Antropología e Historia (INAH) en 1939 (Olivé 1988).
Unos años más
adelante, el avanzado proceso de institucionalización generó La Ley de Conservación y
Protección de Monumentos y Bellezas Naturales, además, dio forma al Departamento
de Monumentos y Objetos Artísticos, Arqueológicos e Históricos de la República, creado por
decreto presidencial en 1930. Estos instrumentos institucionales fueron
acompañados de la emisión de nombramientos de Inspectores y Subinspectores
Honorarios de Monumentos Artísticos e Históricos, cuya tarea consistió en localizar,
cuidar y reportar a las autoridades centrales los objetos artísticos e
históricos presentes en sus demarcaciones. De esta labor pionera en la
conformación del patrimonio cultural surgieron catálogos de monumentos y
monografías, así como la emisión de declaratorias de monumentos (Montes 2004).
Para finales de la década de 1930, existían los antecedentes necesarios para la creación de una estructura orgánica más sólida, que promoviera el patrimonio cultural en todo el territorio mexicano. Desde su fundación, fueron confiadas al INAH atribuciones de carácter nacional: la exploración de las zonas arqueológicas del país; la vigilancia, conservación y restauración de monumentos y objetos arqueológicos, históricos y artísticos de la República; las investigaciones científicas y artísticas que interesan a la arqueología e historia de México y la publicación de obras de carácter antropológico (Olivé 1988-b:207-208). La creación de esta dependencia puede entenderse como la culminación del proceso de institucionalización de la arqueología mexicana que tuvo sus inicios en el siglo XIX. Se consolida en un momento bastante propicio: cuando las exploraciones eran ya generalizadas en todo el territorio nacional y la plantilla de investigadores y las publicaciones se habían incrementado notablemente. Fue necesario el impulso de la ideología de la Revolución Mexicana para consolidar esta tradición arqueológica articulada a la especialización disciplinaria. Así, pudo observarse el pasado prehispánico desde la perspectiva mesoamericana, que alude a un pasado glorioso, rasgo imprescindible en la construcción de una Nación. La adopción de la doctrina nacionalista reorientó los esfuerzos de la comunidad arqueológica, y convirtió a la arqueología mexicana en un importante aparato de ideología estatal.
Para finales de la década de 1930, existían los antecedentes necesarios para la creación de una estructura orgánica más sólida, que promoviera el patrimonio cultural en todo el territorio mexicano. Desde su fundación, fueron confiadas al INAH atribuciones de carácter nacional: la exploración de las zonas arqueológicas del país; la vigilancia, conservación y restauración de monumentos y objetos arqueológicos, históricos y artísticos de la República; las investigaciones científicas y artísticas que interesan a la arqueología e historia de México y la publicación de obras de carácter antropológico (Olivé 1988-b:207-208). La creación de esta dependencia puede entenderse como la culminación del proceso de institucionalización de la arqueología mexicana que tuvo sus inicios en el siglo XIX. Se consolida en un momento bastante propicio: cuando las exploraciones eran ya generalizadas en todo el territorio nacional y la plantilla de investigadores y las publicaciones se habían incrementado notablemente. Fue necesario el impulso de la ideología de la Revolución Mexicana para consolidar esta tradición arqueológica articulada a la especialización disciplinaria. Así, pudo observarse el pasado prehispánico desde la perspectiva mesoamericana, que alude a un pasado glorioso, rasgo imprescindible en la construcción de una Nación. La adopción de la doctrina nacionalista reorientó los esfuerzos de la comunidad arqueológica, y convirtió a la arqueología mexicana en un importante aparato de ideología estatal.
Figura 9. El Templo Mayor de
los mexicas en el Centro Histórico de la Ciudad de México.
Cabe aquí traer a Kuhn,
quien planteaba que la adopción de un paradigma, generalmente, marca el inicio
de una disciplina científica. También plantea que es el momento en que se crean
las primeras sociedades científicas, se publican revistas especializadas y se
incluye la disciplina en los curricula; asienta que la adopción generalizada de
un paradigma permite centrar la investigación sobre ciertos problemas que se
consideran entonces pertinentes, reduciendo el campo potencial de estudio y
facilitando un avance más rápido (citado en Gándara 1992:25-26). Entre los
problemas considerados relevantes se resolvió la ubicación de Tula en espacio y
tiempo, la temporalidad de los olmecas, la definición de Mesoamérica y el Norte
de México. Esto ocurrió en las primeras Mesas Redondas de la Sociedad Mexicana
de Antropología durante los primeros años de la década 1940.
Aunque la noción de
paradigma como modelo de
investigación puede explicar en parte el proceso de institucionalización de la
arqueología mexicana, Kuhn mismo abandonó su aplicación en las ciencias
sociales, en donde se enfrentó a los desacuerdos de los científicos en esta
área del conocimiento sobre la naturaleza de los problemas y métodos
científicos aceptados. Para fines de este estudio, puede ser más adecuado
sustituirlo por la categoría de “tradición arqueológica” que Vázquez (1996:9)
define como “aquel legado cultural específico de conocimientos, enfoques y
modos cognoscitivos, lo mismo que de actitudes, valores, intereses y formas de
conducta repetidos e interactuados por grupos y cuasigrupos de arqueólogos de
ese modo identificados”. Es necesario añadir, que una práctica social se
convierte en tradición cuando una importante cantidad de recursos materiales y
humanos se dedican a su preservación. De esta manera, la institucionalización
de la arqueología corresponde a la formalización de una nueva tradición
arqueológica en México. Al paso de algunos
años, esta tradición de mística nacionalista se ligó también al desarrollo del
turismo en nuestro país a través de una modalidad de hacer arqueología: la
habilitación de zonas monumentales para su deleite estético. Como diría Ignacio
Rodríguez (1996:92): “el pasado prehispánico, ya altamente rentable
ideológicamente, también empieza a serlo económicamente”. O en palabras de otros
arqueólogos sobresalientes:
La
arqueología oficial ofreció al Estado dos líneas básicas de justificación para
su existencia, que no eran precisamente derivadas de la necesidad de conservar
el patrimonio como material científico y como herencia nacional y humana. La
primera línea fue la aportación de materia prima con la que se construye un
espíritu nacionalista en torno al pasado común. La unidad nacional se estima
como indispensable dentro del desarrollista mexicano y espera lograrse mediante
una enunciación de la historia cultural de México. La segunda línea fue un
resultado indirecto de los trabajos en sitios monumentales como Teotihuacan,
Monte Albán, Tula, Uxmal, etc, que se
convirtieron en atractivos lugares turísticos. Se consideró la posibilidad de
que sirvieran al mismo tiempo como instrumentos didácticos y como fuentes de
captación de divisas; otra vez, dentro del modelo desarrollista mexicano, el
turismo constituye una esperanza en la nivelación de nuestra balanza de pagos
(Gándara y Manzanilla 1977:293-294).
La subordinación al
Estado limitó el desarrollo de la arqueología profesional, la cual se conformó en
gran medida con satisfacer los requerimientos ideológico-económicos impuestos
desde el poder. La arqueología oficial mexicana ha llegado a confundir los
fines del Estado con los fines propios. No obstante, una arqueología académica
más comprometida con el desarrollo del conocimiento se ha manifestado principalmente
desde los centros de educación superior donde se forman arqueólogos,
constituyendo la oposición a las políticas doctrinarias predominantes. En suma,
de los sabios de otras épocas se pasó a los múltiples especialistas que
trabajan hoy en subdivisiones cada vez más compactas de la disciplina.
La arqueología como
ciencia
Bajo el enfoque que
aquí se presenta, la ciencia no es sinónima de certeza, sino de búsqueda
continua. La ciencia es la búsqueda del conocimiento acerca de la realidad desde diferentes enfoques teóricos,
filosóficos y paradigmáticos, que admite contrastación a todos sus niveles,
desde los postulados más generales hasta los de nivel más básico; de la
manipulación de variables en laboratorio, hasta la confrontación con la
realidad concreta. En su seno han coexistido todo tipo de ideologías,
incluyendo los enfoques religiosos, cuando se han desentendido de preservar la
tradición y deciden transitar por los caminos de la búsqueda. Es decir, cuando
la duda aflora, y los saberes se incrementan. Baste mencionar que los
científicos renacentistas –provenientes de la universidad medieval europea, la
cual tenía cuatro facultades: medicina, derecho, teología y filosofía en donde se
incluía lo que no era teológico- no negaron la existencia de Dios e intentaban
conciliar las explicaciones del mundo sensible con la idea divina. Tampoco los
positivistas –pese a sus intentos- se escaparon de las proclamas ideológicas. No
obstante, pensaron excluir a los que no eran partícipes del método científico, es
decir, a los filósofos, humanistas y otros investigadores sociales.
El cienticismo
instituye la idea de que sólo hay una manera de hacer ciencia. Pero lo que la
historia nos enseña, es que no existe un método único, porque los esfuerzos por
acceder al conocimiento son múltiples. Lo que es funcional para la
investigación en las ciencias naturales puede no ser concebido en las ciencias
sociales. Para la antropología, por ejemplo, el laboratorio de estudio lo
constituye la comunidad misma, de donde selecciona sus muestras. La paradoja de
intentar realizar arqueología únicamente con los métodos de las ciencias
naturales es que el pasado constituye una abstracción en el presente, que bien
puede ser acomodado en el ámbito de la metafísica junto a las costumbres, los
mitos, las formas religiosas y todo lo que tiene que ver con lo intangible: el
simbolismo, el pensamiento y la cultura inmaterial de las sociedades
desaparecidas. De esta forma, el pasado se vuelve inaccesible, a no ser que
recurramos al método histórico o a alguna fórmula hermenéutica de las ciencias
sociales. Las clasificaciones, mediciones y descripciones por más minuciosas
que se presenten, son improductivas en tanto no se relacionen a argumentaciones
lógicas, coherentes e históricas, que compitan con otros discursos, generando así,
un ambiente de debate y búsqueda continua, que con un método único no es
posible garantizar. A no ser que se piense que la ciencia no debe ser creativa.
He sugerido que la
tradición aparece como oposición a la ciencia. Pero no se trata de una
oposición excluyente, sino de una tensión permanente que por momentos
históricos parece resolverse en un sentido u otro. En esta misma época,
hablamos de tradiciones científicas o
arqueológicas que tienden más a
preservar que a desarrollar el conocimiento. Pero cuando la tradición llega a
dominar a la ciencia, ésta se trasforma en dogma, con su apego inherente a la
fe, que es la creencia irrefutable, que no admite contrastación. De allí que se
hable más de tradiciones religiosas,
que de tradiciones científicas, porque
se ha pensado que los dogmas no tienen lugar en la ciencia. Ahora podemos
cuestionar esta idea.
La pugna entre
tradición y ciencia ha generado un caudal de conocimientos de gran importancia
para la humanidad. Las mismas religiones se han nutrido de la competencia intelectual
de nuestros tiempos; de ahí han surgido enfoques y tendencias anteriormente
inconcebibles como la arqueología bíblica, que utiliza la tecnología moderna
para intentar corroborar la veracidad de sus escrituras. Entonces, se puede
observar que el dogma se transforma en ciencia y la ciencia en dogma. No hay
productos puros, ni en la ciencia, ni en alguna otra práctica humana, porque
los seres humanos respondemos a intereses étnicos, de clase, políticos,
ideológicos, que para ser entendidos, deben ser historizados.
A estas alturas, ya
puedo pronunciarme partidario de la existencia de enfoques diversos dentro de
la ciencia, incluso los más conservadores –que existen actualmente
independientemente de lo que yo piense-. Aunque reconozco la necesidad de marcar
límites al relativismo cultural. Es decir, a la posición extrema que plantea
que al ser la cultura diversa y compleja todas las formas explicativas son
válidas, anulando con ello la posibilidad de debatir. A cambio, debemos
fomentar la contrastación de los postulados teóricos a cualquier nivel, tanto general
como particular. Un autor puede presentar cualquier tipo de ideas, pero si desea
hacer ciencia, deberá prepararse para la confrontación de sus planteamientos en
relación con la evidencia empírica, tanto con colegas, con investigadores de
otras áreas del saber, pero también con la opinión de los no especialistas,
quienes tienen un peso importante en la divulgación o rechazo de algún enfoque.
La destreza intelectual es importante en la producción del conocimiento, pero
no suficiente sin el involucramiento de los fenómenos reales. Es probable que
el camino sea menos arduo para los científicos que se sumen a las teorías sociales
más aceptadas -que son finalmente las más confrontadas-, pero esto no anula la necesidad
de generar propuestas novedosas ante problemáticas pendientes.
Justificación social de la arqueología
La arqueología es la práctica humana que
ofrece explicaciones sobre las sociedades del pasado a través de diversos
enfoques teóricos y metodológicos que se contrastan permanentemente. Es la suma
de esfuerzos de muchos hombres y mujeres de sucesivas generaciones desde épocas
antiguas. Pero no debe pensarse que esta disciplina es el resultado del buen
tino o de las buenas ideas de sus precursores. La arqueología es un producto
social, por lo que debe su desarrollo a las condiciones sociales concretas de
cada una de las épocas por las que ha transitado:
a) La pérdida de la memoria histórica: la arqueología va a aparecer en el mundo cada vez que la memoria
histórica -oral o escrita- desaparezca o se vea truncada por conflictos
sociales del tipo de guerras, genocidios y colonialismos. No tendríamos
pensadores preguntándose por los antiguos pobladores de una región si los
libros, la memoria histórica y el registro histórico del tiempo se hubieran
librado de la destrucción deliberada en un proceso de confrontación entre grupos
humanos distintos. Esta premisa puede aplicarse también al mundo Mediterráneo,
en donde se ha atentado contra la herencia histórica de los pueblos
conquistados en múltiples ocasiones: destruyendo sus libros, derribando sus
monumentos, saqueando sus tumbas y recintos sagrados. La destrucción de la Biblioteca de
Alejandría a manos de los cristianos, significó una pérdida muy sensible, tanto
a la tradición helénica, como al conocimiento antiguo en general. La Biblioteca de
Alejandría, que pudo albergar hasta medio millón de libros en forma de rollos
de papiro escritos a mano, es el lugar donde los hombres reunieron por primera
vez de modo serio y sistemático el conocimiento del mundo (Sagan 1980:18-21). En
América encontramos un equivalente en la destrucción de los códices y de los
registros en piedra prehispánicos.
b) La formación
de la conciencia social o utilización del pasado con fines políticos: la
arqueología es también un invento y una herramienta de los grupos humanos
quienes observan en el pasado elementos de identificación con el presente. En nuestro
caso, la arqueología nacional se ha preocupado por dejarnos claro que existe
una continuidad entre las sociedades prehispánicas y el México contemporáneo. Se
concibe como una línea en el tiempo en la que resultamos herederos de una
tradición de grandeza cultural, que el Estado se adjudica el derecho de
administrar:
La
necesidad de un pasado glorioso para la nación, de una Edad de Oro, es la causa
de que la formación del Estado moderno que se produce desde finales del siglo
XVIII lleve a un aumento significativo de la importancia del estudio del pasado,
de la historia. Para que el estudio del pasado sea efectivo la labor del
historiador y del arqueólogo ha de profesionalizarse, lo que produce que en el
siglo XIX se pase de una concepción de la historia como afición erudita a otra
en la que es considerada como una labor profesional (Díaz-Andreu 1998:118).
Entendemos entonces
el enaltecimiento estatal de la herencia cultural y el énfasis de nuestro
origen en las culturas presuntamente más civilizadas de la etapa precolombina.
c)
Curiosidad intelectual por lo que es diferente: constituye el aspecto subjetivo
de la arqueología, tiene que ver con la personalidad del investigador y con las
preguntas que pueda formularse; las motivaciones con las que integra su
conocimiento. Tuvo que ver en siglos
previos con la búsqueda de lo exótico, lo extraño y lo nativo; con el pasado
mítico de los pueblos y tiene que ver actualmente con la búsqueda de los
orígenes, las relaciones interétnicas y la definición de los procesos de cambio,
que atraen a los investigadores hacia el ámbito arqueológico.
Estas tres justificantes históricas aparecen en México, aunque no de
manera simultánea. La pérdida de la memoria histórica y la curiosidad
intelectual en algunos misioneros hacen posible el surgimiento de la
arqueología desde los primeros días de la Colonia; pero la formación de la conciencia
social y de identidad histórica se desarrolla posteriormente entre los
criollos, quienes resienten la carencia de una Nación propia, pero que sólo
sería posible hasta la aparición del Estado republicano.
En un magistral ensayo, Díaz-Andreu (1998:117) plantea
como hipótesis inicial de trabajo que la profesión arqueológica no existiría si
el nacionalismo no hubiera triunfado como ideología política. Esta idea resalta la importancia de las condiciones
sociopolíticas que rigen un momento histórico particular, modelan las
instituciones y dan forma al acceso al conocimiento. Aunque -como aquí se
expone-, la arqueología justifica su existencia más allá de las razones de
identidad.
La
arqueología no es una disciplina moderna. Archaiologhia
es un término griego y ya en la antigüedad significaba discurso, investigación
sobre las cosas del pasado. Tenemos el ejemplo de Tucídides, quien fue testigo
de la purificación de Delos, isla famosa por el templo de Apolo, ocurrida en el
año 426 adne, en la que se desenterraron las tumbas y se transportaron a otras
localidades de la isla. El historiador griego observó que más de la mitad
correspondían a los carios, a los que se reconocía por la forma de las armas con
ellos enterradas y de la sepultura que aun se practicaba (Autor anónimo, 1985).
De esta manera, vemos que historia y arqueología aparecen ligadas en tiempos
remotos, justo como ahora.
Figura 11. Vasija griega con asas en forma de volutas.
Llegamos entonces a otra problemática: si la arqueología no es un
invento contemporáneo –lo que sí son contemporáneas son las técnicas que
actualmente utiliza-, podemos también preguntarnos si en nuestro territorio, en
épocas más antiguas a la
Colonia, se pudo haber practicado. En otras palabras: ¿Es
posible hablar de arqueología en la época prehispánica? ¿Qué ejemplos podemos
encontrar que nos sugieran algún interés arqueológico?
Bernal
nos proporciona un ejemplo de coleccionismo prehispánico: “el de la gran
ofrenda de Tres Zapotes, que contuvo una variedad de objetos de diferentes
épocas sugiriendo un móvil de coleccionismo (Drucker 1955:66, citado en Bernal
1979:19)”. Parece más clara una visión histórica de los pobladores antiguos,
presente en: a) las estelas mayas de Piedras Negras, que conmemoran la sucesión
y los nombres de los señores que allí reinaron, b) la piedra de Tizoc, que
ensalza las conquistas de ese emperador, (Bernal 1979:19) y c) los Murales de
Bonampak y Cacaxtla que narran eventos de trascendencia regional como
encuentros y guerra entre etnias diferentes. Entonces, si existió un sentido
histórico entre las sociedades prehispánicas, ¿no habría también un sentido
arqueológico?
Matos
(1993:64) nos informa que se han localizado más de 40 piezas teotihuacanas
entre las ofrendas del Templo Mayor de Tenochtitlán, junto con piezas aztecas y
de otras áreas controladas militarmente por los mexicas. Los aztecas excavaron en
Teotihuacan y como puede leerse en La
leyenda de los soles (Velázquez 1945), ubicaron sus orígenes en ese lugar,
por lo que echaron mano del pasado como justificación de su presente.
Conclusión
Hemos
visto que la arqueología es una práctica mucho más antigua de lo que habíamos
estado dispuestos a aceptar. La arqueología es un esfuerzo más de los grupos
humanos por comprenderse a sí mismos. Se distingue de otras búsquedas por el
énfasis dado a las relaciones que se establecen entre los artefactos, los
materiales de la naturaleza y las sociedades. En
este ensayo, se han ubicado los inicios de la arqueología contemporánea en los
primeros días de la
Colonia. No obstante, quedan en la oscuridad los orígenes de
las primeras arqueologías. Para saber más sobre ellas, será necesario recurrir
a la arqueología misma. Entonces… seremos un poco más sabios.
En
palabras de David Strug:
“La
historia es sólo útil cuando nos explica el pasado al mismo tiempo que nos da
una visión del futuro”.
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Figura 12. Las Labradas, Sinaloa
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